Ya el comienzo de Los Fabelman es toda una declaración de intenciones acerca de lo que pretende Spielberg en su nueva película. Los padres del protagonista, todavía un niño, lo llevan por primera vez al cine. El título del filme que están a punto de contemplar, en un cine enorme, de los de antes, no podía ser otro que El mayor espectáculo del mundo. Aunque antes de entrar está asustado ante lo desconocido, lo que ve en la pantalla produce una impresión imperecedera en un niño que se obsesionará con la escena del accidente ferroviario hasta el punto de reproducirla fielmente en casa filmándola utilizando una pequeña cámara y un tren de juguete. Contando con un una buena parte de material autobiográfico, Los Fabelman cuenta la historia de una familia que, con sus más y sus menos, acabará estimulando la pasión del genio cinematográfico que poco a poco va aprendiendo los fundamentos de este arte, sirviéndose de la parte técnica, que le ofrecerá su padre, uno de los pioneros de la informática en Estados Unidos y la artística, estimulada por su madre, una pianista frustrada. Todo ello hasta el punto de que el joven va a ser capaz de conseguir milagros a través de su arte incipiente. Los conflictos familiares, que acabarán en divorcio, tal y como sucedió en la familia de Spielberg marcarán al joven cineasta en ciernes, aunque todo transcurre de un modo muy civilizado y casi divertido, sobre todo debido a la carácter bondadoso de su padre. A destacar la última escena, toda una sorpresa para quien haya oído hablar de ella y que está protagonizada por un sorprendente David Lynch, que interpreta a un personaje mítico. Una nueva lección de cine por parte de un Spielberg que nos ofrece la quizá sea su película más personal e íntima hasta la fecha.