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Lo normal al acostarte es un sueño tranquilo o, en el peor de los casos, la pesadilla de libro, el asunto descabellado, la rareza onírica sin pies ni cabeza, la tontería absurda, fruto casi siempre de una mala digestión, donde los jugos gástricos dominan la escena e imponen su ley mientras duermes. El abuso de queso curado o de caracoles picantes en la cena, regada con un buen vino de la tierra, tinto en este caso, pueden tener la culpa. También un día agitado, el exceso de estrés… Sobre esto hay muchas opiniones. Lo malo es cuando en el sueño no hay nada, solo la oscuridad como protagonista. Una especie de sueño para invidentes. Eso le pasó a Serafín, el pescadero. Todo el día limpiando boquerones, eviscerando salmonetes, quitando escamas, cortando pescadillas en rodajas… Y esa noche, la oscuridad tan solo. Cerrar los ojos y hundirse en un sopor profundo. Y enseguida, la sensación de flotar en una masa fría y pesada. Sentirse una especie de ameba ingrávida en medio de la nada: una oscuridad silenciosa, sin esquinas, sin límites. Una oscuridad densa. Un vacío perfecto. Como si el tiempo se hubiera detenido y la vida se quedara congelada en un instante preciso de duración indeterminada e imposible de medir. Y en esa aparente quietud, flotar o casi levitar. Y es que Serafín, sin saberlo, se había convertido durante la noche no en un escarabajo, como el personaje de Kafka; no en un ajolote, como en el cuento de Cortázar; sino en un horrendo animal de la fauna marina, en un extraño pez de los fondos abisales. Feo con ganas. Eso es una pesadilla; y lo demás, tonterías.
_________ Trabajo publicado originariamente en La Charca Literaria