Si los partidos políticos están deteriorando el sistema y lastrando la regeneración, los foros de ciudadanos están llamados a ejercer el papel contrario y facilitar una regeneración de la política con tres grandes cambios: la vigencia de la democracia interna en la organización, la erradicación de la corrupción y de otras prácticas mafiosas afincadas en los partidos y la incorporación de los ciudadanos a los procesos de participación y toma de decisiones.
Fenómenos como la caída de dirigentes como Sarkozy y Ängela Merkel, el desprestigio de la democracia en muchos países avanzados, el creciente divorcio entre los ciudadanos y el poder y hasta la rebeldía y las revueltas que están creciendo en muchas sociedades no son otra cosa que manifestaciones visibles de la profunda incompatibilidad existente entre partidos políticos y democracia, entre las macroestructuras de poder que gobiernan el mundo y una ciudadanía que está cansada de ser marginada, que rechaza la corrupción y el monopolio de la política que ejercen los políticos profesionales y que desea ser, como afirma la filosofía política, la protagonista soberana de la política y de la Historia.
Los partidos políticos, sin democracia interna y sin capacidad de debate, se han convertido en nidos de mediocres cuyos miembros, acostumbrados a someterse siempre al criterio del jefe y a anteponer los intereses del partido a los propios y a los de la sociedad, no preparan líderes aptos para gestionar democracias de hombres y mujeres libres, sino a totalitarios que, obligados por las leyes y reglas del sistema, se adaptan como pueden a la democraica, sin creer en ella.
Es metafísicamente imposible que un partido político que no practica la democracia sea capaz de gestionar con eficacia y justicia una democracia de ciudadanos. Como consecuencia de esa imposibilidad, las democracias han sido asesinadas por los partidos políticos y convertidas en oligocracias que funcionan como verdaderas dictaduras de partidos, donde sólo hay especio para políticos profesionales y no tienen sitio ni el debate, ni la libertad de conciencia, ni el bien común, ni el mismo ciudadano.
Los líderes de la Revolución Francesa, sobre todo Dantón y Rebespierre, prohibieron los partidos políticos porque los consideraban organizaciones sectarias y mafiosas, incapaces de defender el interés general. Lo mismo hicieron los fundadores de la primera democracia del mundo, los Estados Unidos de América, que consideraban a los partidos como organizaciones peligrosas, incapaces de anteponer los intereses de la nación a los propios.
Gracias a los filósofos alemanes y austriacos, los partidos políticos se consolidaron, por fin, en el siglo XIX, como espina dorsal de las democracias. Fueron concebidos en un principio como organizaciones abiertas de ciudadanos que debían situarse a mitad de camino, entre el Estado y la sociedad, cuyo fin primordial era elevar los deseos y opiniones del pueblo hasta las instituciones del Estado.
Pero los partidos pronto se deslizaron hacia el poder y se hicieron dueños del Estado, abandonando la equidistancia y dejando sólos a los ciudadanos, a los que decían representar, cuando únicamente sabían representar a sus militantes y a sus propios intereses.
Los partidos políticos se han hecho fuertes y casi invencibles, apoyándose en la realidad indiscutible de que son las únicas organizaciones disciplinadas de ciudadanos orientadas hacia la conquista y control del poder. Son las únicas piezas organizadas en la sociedad, donde los ciudadanos están dispersos, aislados y viviendo sus propias vidas, sin asociarse y sin apenas debatir y dialogar. El dominio de los partidos representa el dominio de la falange militar griega frente a las multitudes desorganizadas de los barbaros.
Los foros rompen ese aislamiendo de los ciudadanos y los acoge y organiza para que practiquen el diálogo, el debate y el discernimiento, bases de la democracia, y para que sus criterios y opiniones se abran paso y logren influir en los grandes poderes. Los foros acaban, al menos teóricamente, con la desorganización de los ciudadanos y con su desamparo frente al poder de los partidos. Sin secretarios generales endiosados, sin secretarios de organización represores, sin estructuras piramidales, sin financiación ilegal y mafiosa, sometidos al imperio de la democracia interna e integrado por ciudadanos iguales y libres, los foros son organizaciones mil veces más útiles, decentes y eficientes que los partidos políticos para garantizar la calidad de una democracia avanzada.
El foro ciudadano está naciendo y comienza a perfilarse como posible opción política que sustituya a los desvencijados y obsoletos partidos políticos, cuya etapa ya ha pasado y cuya gestión histórica está tan plagada de fracasos y de dramas que merecen un entierro rápido y sin gloria. Los partidos políticos han abandonado a los ciudadanos y se han apropiado del Estado y de sus recursos, olvidándose de su misión original de elevar los intereses del pueblo hasta los espacios del poder. Han acumulado un poder casi absoluto a lo largo del siglo XX, que podría denominarse como "el siglo de los partidos políticos", una etapa histórica digna de olvido por su opresión, violencia, guerras, asesinatos y fracasos en la convivencia y desarrollo humano. Tan sólo en ese siglo, el Estado, dominado por partidos políticos y líderes endiosados, asesinó a más de cien millones de ciudadanos en la retaguardia, en ciudades, plazas y pueblos, amparados en el concepto de seguridad nacional y estimulados por demencias como el culto a la personalidad, la guerra fría y el miedo al propio pueblo.
Los foros, en esta etapa crucial de su salida a la luz, deben ser cuidados y tutelados por ciudadanos demócratas para evitar que se convieertan en refugios de los mísmos sátrapas y predadores que siempre se han reciclado para mandar y dominar. Los viejos principios y reglas de la democracia, dinamitados por los partidos políticos, tienen que renacer en los foros, donde tienen que ser sagrados principios y reglas como la libertad, la soberanía plena del ciudadano, el carácter amateur de la política, la primacía del bien común sobre los demás intereses, la separación de poderes, el debate libre, la prensa crítica e independiente que fiscalice al poder, el Estado de Derecho, la fuerza de la sociedad civil, las elecciones libres, sin trucos y trampas como las listas cerradas que elaboran los partidos, y un concepto distinto y menos mafioso del poder político y de la representatividad, donde la permanencia en el poder del representante elegido esté limitada en el tiempo y dependa siempre de que mantenga la confianza de los ciudadanos, que, esta vez sí, deben ser los auténticos soberanos del sistema.