Prudencio permanecía al lado de la cama de su esposa. Entre sus arrugadas y huesudas manos, la de su esposa descansaba sin fuerza. La desolación de Prudencio era visible. Ella había sido todo su mundo desde que la guerra los había encontrado. Habían permanecido juntos desde hacía más de sesenta años, y sólo la enfermedad de ella, había logrado separarlos en vida.
La mujer, agobiada por el cansancio y el dolor de espalda, preparaba la comida para ella y su marido. Su casa no había variado a lo largo de los años. El pueblo era lo que les había unido, y en esa vieja casa se habían casado. Ella nunca había salido de allí, se sentía protegida, conocía a todas las personas del pueblo, y no lo quería cambiar: Vicenta, la vecina, con quien solía tomar la fresca por las tardes, en los bancos de la plaza; o Pancracio el panadero, que se levantaba temprano, y le metía siempre un panecillo de semillas, en la bolsa que dejaba colgada todas las noches, del picaporte de la puerta de la cocina. Era un pueblo viejo, con gente vieja, con casas viejas.
La cocina seguía siendo de leña. Vicenta siempre le pedía que la cambiara, pero ella no lograba acostumbrarse a las cosas modernas, y en su casa, gustaba de mantener las costumbres que sus padres le habían enseñado. Tampoco tenía televisión, ni radio, las únicas voces que escuchaba eran las de sus vecinos. Esos aparatos la atemorizaban, pensaba que habían encerrado a personas pequeñas allí dentro y no podían salir, gente que debía haber dado su alma al diablo, y, al no pagar, las televisiones se los habían tragado.
Esa mañana, la anciana reconocía que sus últimas horas se acercaban. Se encontraba más cansada de lo habitual, y las vueltas a su guiso se hacían interminables. Quería por lo menos, tener la comida preparada, para cuando su marido llegara de su partida de bolos.
Su adorado marido. Sólo lamentaba una cosa. Que Prudencio nunca le hubiera podido dar un hijo. Su odiado marido.
En los últimos tiempos ya no hablaban, él venía a casa, comía, descansaba y se volvía con sus amigos a la tasca, o a pasear por el pueblo. No cruzaban ninguna palabra. No había miradas inocentes entre ellos. Los gestos se volvían automáticos y rutinarios.
Terminó el guiso, lo dejó a enfriar sobre el mantel de cuadros, colocó un único plato, y se fue a su cama. Allí esperó a escuchar la llave en la cerradura. Correr la silla de la cocina. Echar agua en un vaso. Remover el caldero. Y con la cuchara golpear el plato.
Cerró los ojos. Y descansó.
Al día siguiente, se celebró un doble entierro. Ella había echado veneno para ratas en el guiso que le había preparado a su marido. Ya que no pudo tenerlo en vida, lo tendría en muerte.
Su venganza se había consumido.
Lo escribí el 27 de julio de 2005. http://diariodealgoespecial.blogspot.com/feeds/posts/default?alt=rss