[...] Él y yo sabemos qué largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede suficiente para resarcirnos. El miedo, el frío, el hambre, la rabia y la soledad desalojan la ternura. Sólo regresa como un cuervo cuando olisquea el amor y la muerte. Y ahora ha regresado confundida. Olfatea ambas cosas. ¿Hay ternuras blancas y ternuras negras? Elena, ¿de qué color era tu ternura? Ya no lo recuerdo, ni siquiera sé si lo que siento es pena. Pero le he besado sin tratar de suplantarte.
Alberto Méndez
La obra está compuesta por cuatro historias (o “derrotas”, como los denomina Méndez) de la cruenta posguerra española que, si bien son completamente independientes, se hilvanan entre sí a través de unos personajes comunes que dan cohesión a todo el conjunto.
La “primera derrota” se titula Si el corazón pensara dejaría de latir, y nos pone en la piel de Carlos Alegría, capitán del ejército sublevado que en el último soplo de la guerra decide rendirse al bando republicano, haciendo de si mismo un ánima más deambulando por la España de posguerra.
Esta primera historia es el ejemplo del desarraigo, de la sensación de destierro aun estando en el propio país que la Guerra Civil española aconteció, pues Alegría se postra a los vencidos para sentir una “victoria al revés”, prefiriendo formar parte de los arrastrados que de los ganadores de una tierra formada por sobrevivientes de sus propios hermanos.
La “segunda derrota”, Manuscrito encontrado en el olvido, es la más verosímil por su presentación en forma de pedazos de texto yacentes en el olvido. Se narra por boca de Miguel, un poeta adolescente, la huida con su compañera Elena de la persecución franquista opresora de las letras. Con la rapidez de unos escasos meses trasladados a las páginas transcritas de dicho manuscrito y a frases pintadas en la pared de gritos sordos de Miguel, la historia se nos hace larga cuanto agónica por la constante presencia acechante de la catástrofe.
Sin duda, el sabor que deja este tan corto pero tan fugaz capítulo es el del trago punzante de ver como la soledad avanzaba de la mano de la guerra barriendo vidas, amores o hasta la mismísima poesía.
Portada de la adaptación cinematográfica
La “tercera derrota” tiene por nombre El idioma de los muertos. En ella, Juan Serna es el “héroe” sujeto a una mentira que transforma al republicano encarcelado que es, el que intenta volver a despertar al día siguiente lejos del paredón, en el muerto que le está destinado ser y del que teme pronunciar su lenguaje.
Aquí se demuestra la desesperación al intentar lograr algo prácticamente inalcanzable por medio de un embuste vacío que convierte la lucha por la vida en el deseo del suicido. Además, cabe destacar la relación de este fragmento del libro con el primero, no sólo por la aparición del ya nombrado Alegría, sino de su estrecha conexión basada en el desgaste y la rendición hacia ellos mismos.
La “cuarta derrota”, y última, es Los girasoles ciegos. Parece que Méndez nos cierra el libro y su respectivo conjunto circular de testimonios con el nombre que lo titula, y no sólo él le da esa importancia especial, pues a su vez éste es el cachito que Cuerda deposita en la gran pantalla. En ella se cuenta el resumen de la vida de una familia tachada por la guerra para obligarse a vivir con las ventanas cerradas, en la más completa oscuridad.
Fotograma de la película
Méndez se sirve de tres puntos de vista para acercar al lector a la realidad de ese hogar. Por una parte, un diácono sediento de lascivia, arrastrado por la pasión y con una cobardía encubierta por el fascismo religioso protector de los “rojos de sangre impura culpables del deseo del pecado más tentador”. Por otro, el del niño de la familia, ya adulto, que recuerda aquellos años a través del translucido velo de la memoria empapado de una cierta nostalgia, pero también de dolor. Entre ambos se encuentra la tercera voz de esta derrota, la de un narrador que desarrolla la acción y que, siendo ajeno a las realidades tanto de unos como de otros, puede permitirse la fría objetividad que sólo se logra viviendo el relato desde fuera, pudiendo detallar cada elemento y cada sensación de forma imparcial.
La clave de este relato es la injusticia, la cual es la base de esos cuatro años bélicos que exterminaron hasta los escondites de aquellos que sólo buscaban intentar amar.
Si bien el estilo es distinto en cada una de las “derrotas”, sí existe un elemento común en todas ellas y es la brillantez de las formas. Méndez no solo crea historias conmovedoras, sino que las plasma en el papel de forma elegante y elaborada, utilizando el lenguaje con una soltura a la que, por desgracia, no estamos acostumbrados. Tal vez sea esa falta de costumbre la que pudiera hacer que, al comenzar la lectura, el vocabulario resulte un tanto enrevesado, sin embargo no es difícil hacerse con él y conforme avanzan las páginas parece volverse más asequible, hasta el punto de poder leer con esa avidez que hace que a mitad de una página ya la sujetes entre los dedos para no perder ni un segundo en pasar a la siguiente.
Con todo ello, Los girasoles ciegos no es sólo un libro de historias sobre la Guerra Civil, es una galería de personajes y situaciones que, página a página, cuento a cuento, consiguen pellizcar esa parte de nuestra alma y nuestra mente que, sin haber estado nunca en una cárcel o una trinchera, se estremecen tanto como si en vez de leyendo estuviéramos recordando. Recordando que en aquella guerra no hubo vencedores y vencidos, solo derrotados y derrotas. Estas cuatro no son más que un duro y conmovedor ejemplo de la más cruel y voraz circustancia que en nuestros nombres decae, siempre con aquellas muertes enmarcando la historia de nuestra tierra; aquellas descritas por el desarraigo, la soledad, la desesperación y la injusticia.
(En la elaboración de esta reseña ha colaborado [y muy gustosamente] Pablo Cantó)