Jugaron a ser Judith frente a Holofernes; pero en este caso, sus malas artes de Mesalina no consiguieron traerles la cabeza sangrante del tirano. Más bien al contrario. Éste, viendo desde lo lejos el brillo deslumbrante del metal afilado, abrió la jaula a sus leones con el consabido resultado. Y es que ocurre que el peligro agudiza el más subterráneo instinto de supervivencia, en esa misma ecuación por la cual la necesidad asfixia la mansedumbre. Y de esos polvos, estos lodos. Estado de alarma por aquí, sediciones por allá. Puestos a agarrarse a la jerigonza belicosa, y aprovechando la coyuntura económica que nos coloca frente al rescate, podrían poner a sonar las sirenas antiaéreas y con la boquita pequeña, las orejas gachas y la mirada baja, pedir una suerte de Plan Marshall que nos sacase del ridículo bananero al que asistimos. Quedando tan pocos cartuchos en las cananas, qué mejor manera de aprovechar el tiro de gracia. Hay que atarse los machos y economizar hasta la pólvora.
Lo cierto es que el reloj de arena marca desde el sábado los quince días de estado de alarma en el que nos hallamos, un período durante el cual ni tan siquiera podrá disolverse el Congreso. Como si un violento maelstom hubiese arrasado nuestro país de costa a costa, comienzan a salir a flote los cadáveres, las miserias y las joyas que escondía la abuela bajo la alfombra. Y ese vicio tan español de hacer trampas en el solitario. De acuerdo a la tesis de Enrique Gimbernat, Catedrático de Derecho Penal, el planteamiento táctico llevado a cabo por el Ejecutivo tiene más de arreglo cortijero que de una auténtica jugada de acuerdo a los mecanismos de arrastre del Estado de Derecho. Como el niño pastueño y santo que, harto de cargarse a diario un buen desayuno de hostias en el colegio, decide una buena mañana dejarse las gafitas de empollón en casa y cornear al primer cabrón que inicie la piñonada, actuó el Gobierno ante el chantaje malicioso de los controladores aéreos. No era el momento, ni el lugar, ni la hora de recibir una sola más. Así fue que devolvió todas y cada una de las tortas que cada mañana le han ido soltando durante años por la gestión de la crisis económica y demás minucias. Y cuando la pasión y el acerbo pesan sobre la razón, todo vale. Máxime cuando tienes en tus manos las llaves del almacén del verdugo. Según el Catedrático Gimbernat, el incumplimiento deliberado de las obligaciones aéreas por parte de los controladores les hace incurrir en un claro delito de sedición, como bien señala la Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea; pero como se trataba de devolver el mayor número de bofetadas en el menor tiempo posible sin que la navegación aérea se viese bloqueada, buscaron bajo tierra la posibilidad de tirar de controladores militares que ordenasen el espacio aéreo reteniendo a los controladores de AENA y al mismo tiempo dejar flotando la sombra del castigo. El militar en este caso, que siempre da más grima. Se trataba de crear ese ambiente servil y castrense en el que la desobediencia pudiese poner a los controladores civiles camino de Alcalá Meco de seguir con sus bravuconadas. Son esas reacciones barbitúricas las que pide la masa en momentos de sobrecalentamiento.
Ocurre, sin embargo, que el Cubo de Rubik no queda resuelto hasta que todas las casillas de cada cara queden homogeneizadas en color y forma. En caso contrario, hay que seguir dándole a las muñecas. Una vez declarado el estado de alarma, el tipo penal aplicable ha de ser el acorde a la Ley Penal y Procesal de la Navegación Aérea y no lo descrito en el Código Penal Militar, según el catedrático, pues aquélla desplaza a éste en aplicación del principio 'lex generalis derogat lex specialis'. Además, ocurre que esa autoridad militar sería aplicable únicamente en casos de conflictos armados, por lo que el delito de desobediencia militar pareciera acercarse más a un una mera trampa de cuentos de brujas. El ejecutivo de Zapatero, en un intento desesperado por poner en línea las piezas de la manera más rápida posible cayó en errores de fondo y forma. Con la fusta militar en ristre tras la declaración del estado de alarma y los controladores civiles volviendo a poner las posaderas en sus puestos con la resignación de un monaguillo, todo parecía una victoria ganada a pulso con una furia que ni la del Saqueo de Amberes. Pero nada más lejos de la realidad. La declaración misma del estado de alarma tiene más grises que claros. Siendo ésta susceptible de ser declarada bajo situaciones de catástrofes naturales, crisis sanitarias y situaciones de desabastecimiento, sólo quedaba como asidero el punto de paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad; pero resulta que el apartado 4.c de la paralización sólo es aplicable en relación con uno de los puntos anteriores, por lo que la declaración del estado de alarma resulta, cuanto menos, forzada con cola de pegar. Aquellos que se plantaron ante los micrófonos con los redaños de un arcabucero cabreado hablando de secuestro por parte de los controladores civiles a los ciudadanos, redoblaron la villanía usando los mecanismos de defensa de un Estado de modo arbitrario y caprichoso. Y es que, a falta de escrúpulos éticos y estéticos, que prime la máxima del bueno de Don Alejandro el Grande frente al nudo gordiano, según la cual lo mismo da deshacerlo que cortarlo. De eso se trató. Había que salir del cuadrilátero antes de besar la lona para reincorporarse al instante a la lucha con renovados bríos.
Y frente a los militares de armas tomar, se hallaron en la otra orilla del tablero esos otros guerreros de terracota que solamente con su silencio e inmovilismo acollonan a la ciudadanía más que mil cañones. Unos controladores civiles que reaccionaron ante el Real Decreto del viernes con la misma razón que emplearía un trilobite paleozoico. Lejos de las bravatas de Semana Santa y verano, esta vez optaron por jugársela al todo por el todo. Pero se olvidaron de que, a veces, no sólo falla el cálculo estratégico a la hora de elegir el momento de abrir la andanada, sino que falla la razón misma. Con una sociedad cabreada ante esta nueva aristocracia que se mete en el bolsillo trescientos cincuenta mil euros anuales, cobrando así el doble que sus compañeros europeos y conformando tales emolumentos el setenta por ciento del coste de prestación del servicio aéreo de navegación, la batalla se antojaba poco más que complicada para los gendarmes del aire.
Con ese lenguaje tramposo y meloso con el que se intenta convencer a los demás cuando se camina sobre el filo de la mentira, trataron de hallar la pena penita en la masa adocenada a base de repetir mantras y letanías victimistas respecto a la explotación laboral que venían sufriendo. Denunciaban que muchos de los controladores llegaban a trabajar entre ciento ochenta y doscientas horas mensuales, lo que a ojo de buen cubero les salía por una media de siete u ocho horas diarias. Sin embargo, tal situación produjo de repente unas alteraciones metabólicas que ni el agua de Chernobyl, cayendo en graves depresiones, tan fáciles de colarlas al médico encargado de firmar el certificado. Sin embargo, tal explotación laboral no resultó ser tan dañina cuando esa misma cantidad de horas trabajadas se cobraban a precio de pepitas de oro en el mercado de las horas extras. Así, venían trabajando desde 1999 alrededor de seiscientas horas extras al año sin que sus fluidos vitales se resintieran lo más mínimo; pero como a raíz del Santísimo Decreto la gallina dejaría de poner huevos dorados permitiéndoseles un máximo de ochenta horas extras, sus cuerpos dijeron basta. Y todos a la vez. Fuerte tuvo que ser la reacción y el dolor. Esa suerte de convenio colectivo vitalicio del que disfrutaban desde hacía una década y por el cual gobernaban los cielos junto a AENA incluso respecto al número de controladores precisados y sus condiciones, tuvo que caer por su propio peso como caerían los privilegios feudales siglos ha.
En base a esa situación tan privilegiada, se atribuyeron el papel exclusivo de Guardianes del Aire sin que nadie ni nada pudiera interponerse, pues, a fin de cuentas, son miles los ciudadanos que dependen directamente de sus servicios. Pero resulta que también requieren de los servicios de las enfermeras, los cirujanos, los médicos, los panaderos y hasta de las depuradoras de agua. Ya lo escribió Adam Smith: «Mercado abierto, fomento de baratura». Todo monopolio o estructura gremial se ha mantenido a lo largo de la historia en base a la centralización y el hermetismo del Estado, obstaculizando cualquier proceso de libre intercambio. En el mercado, el salario se determina de acuerdo a lo que el empleado produce, por lo que es un coste de producción más como la electricidad o el agua utilizada. Todo cambia cuando a falta de libre circulación de trabajadores se crean las condiciones óptimas para la creación de la endogamia profesional, como ha terminado ocurriendo en el caso de los controladores civiles. Obvio es que les importa una aljofifa todo lo ajeno al dinero. Es más, cabría evaluar cuántos de los controladores civiles acabaron sentados en una torre de control por pura vocación y no por el peculio. Así, llegó el momento de agarrar la maza y hacer ciscos el imponente Moloc que levantaron en cada una de esas torres de control a las que la competencia no puede llegar por culpa de esas fronteras laborales que han levantado, ladrillo a ladrillo, hasta convertirlas en feudos inexpugnables. Nada es para siempre. Torres más altas cayeron y así luce Pompeya.
Keith Joseph, el Ministro del Pensamiento, como conocían al que fuera asesor de Margaret Thatcher, llamaba «los hombres de la úlcera de estómago» a los grandes empresarios que pasaban sus días caminando con los pies desnudos sobre el filo de la navaja de la incertidumbre. Las razones eran obvias. Son esos ciudadanos que viven en esa fina línea que separa lo previsible de lo aleatorio, el todo y la nada. Pueden ganar mucho dinero, sí; pero la fortuna camina en sentido diametralmente opuesto a la seguridad. En el caso de los controladores aéreos, viven bañados en oropeles y con una vida al margen de los riesgos y peligros de la competencia. Ahora, con el nuevo Decreto, hablan de explotación y de un servicio exprés por el cual han de estar disponibles para cuando AENA los requiera. Sus ábacos han dejado de funcionar. Las cuentas no terminan de cuadrarles. Ignoran que lo llevan en el sueldo. Sería el momento de mirarse una buena mañana al espejo y preguntarse si están en el lugar adecuado, allá donde siempre quisieron estar; y elegir si preferirían permitir la entrada de una libre competencia en el puesto que irremisiblemente tiraría los salarios a la baja o, por el contrario, cerrar las bocas evitando así que las moscas busquen el olor flatulento de la mierda. Soplar y sorber a la vez no puede ser.