Brigitte Reimann (Burg, 1933 – Berlín Este, 1973) fue un talento precoz y fulgurante en la extinta República Democrática de Alemania. Y, como la mayoría de escritores precoces, causó sensación sobre todo entre sus pares, los jóvenes, que se identificaron con las preocupaciones expresadas en sus novelas y su singular concepción del hecho literario («generacional», la llamarían ahora, aunque su valor trasciende a su sociedad y época). Reimann, que publicó su primer libro con apenas veinte años, introdujo una novedad importante: en unos tiempos en los que imperaba el realismo socialista, que promovía una literatura heredera de su homónimo decimonónico, construyó una producción más personal al incorporar elementos autobiográficos, además de una mayor complejidad estructural (muy especialmente en Franziska Linkerhand, su obra maestra, que reseñaré pronto). En lugar de buscar la forma «objetiva» en el relato, dejó que el «yo» subjetivo saliera a flote para ahondar en los conflictos que le eran cercanos (y esto incluye la política del partido, que le generaba sensaciones contradictorias), no sin suscitar incomodidad entre el público más conservador.Los hermanos(1963), su séptimo libro, le valió el Premio Heinrich Mann, por aquel entonces el galardón más prestigioso de la RDA. La novela, narrada en primera persona por su alter ego Elisabeth, una joven pintora comprometida con el socialismo, plantea una doble tensión, íntima y política, individual y colectiva, a raíz de la voluntad de su hermano Uli de marcharse al otro lado, es decir, a la República Federal de Alemania. Elisabeth —una chica muy autocrítica, como se muestra Reimann en sus diarios y correspondencia—, que se niega a perderlo, tratará de evitar su salida. La historia se basa en una experiencia real: un hermano de la autora huyó a la RFA y, como explica Ibon Zubiaur en el prólogo, ella, dolida, «se lanzó inmediatamente a escribir una novela a modo de exorcismo». La huida implica una doble pérdida: por un lado, una pérdida emocional, por el abandono del hermano querido, cómplice, con quien comparte tantas cosas —la relación entre los hermanos es un tema recurrente en su obra; la protagonista siente por él un amor apasionado, desbordante, hasta el punto de tener celos de su novia—; y, por el otro, una pérdida sociopolítica, porque Uli es un camarada.Dada su dimensión política, resulta necesario conocer bien el contexto, para entender lo que mueve a sus personajes y los posicionamientos que encarnan. Hubo una generación —de la que formaron parte intelectuales y artistas ilustres— que creyó con fervor en el comunismo, una generación que estaba convencida de que el futuro sería comunista (un personaje afirma: «el mundo del futuro habrá de ser un mundo comunista», p. 99). Con la desintegración de la Unión Soviética (y antes, cuando su situación política y económica comenzó a tambalearse), las convicciones y las esperanzas de esta generación se fueron al traste. Todo aquello en lo que se habían volcado se esfumó. Ahora, al echar la vista atrás, es fácil prejuzgar sabiendo todo lo que sabemos, es fácil que las ideas defendidas nos parezcan enclenques; pero este libro hay que leerlo desde una postura distinta, hay que hacer el esfuerzo de ponerse en el lugar de esos jóvenes comprometidos en un lugar y momento precisos de la historia reciente, comprender su pensamiento, sus principios, por mucho que nos resulten ajenos. Desde esa receptividad, Los hermanoses una lectura sumamente enriquecedora.El deseo de huir de Uli surge porque, si bien él cree en el proyecto socialista, a la vez se ve perjudicado por este —los motivos se desarrollan en la novela— y quiere continuar trabajando por la causa, pero desde la RFA. Ya tiene a otro hermano allí, un modelo de referencia para él. En cuanto a Elisabeth, no se siente cómoda en la RFA: «Hablaban alemán, y yo escuchaba esas palabras alemanas y a pesar de todo me sentía como una viajera incógnita en algún país extraño. Pensé: cuando estuve el año pasado en Praga me sentí como en casa, y allá donde fuera, con los sonidos checos en el oído, no llegué a ser extranjera un solo instante» (p. 53). Ella ha dejado atrás su entorno burgués para vivir en un barracón, donde pinta e imparte talleres para obreros; trata de ser una más aunque haya quien la prejuzgue por su procedencia acomodada. Estar implicada con el partido, sin ser miembro del mismo, tiene pros y contras (y esto es lo interesante de Reimann, que, pese a escribir desde dentro, comprometida, no dibuja un paisaje idílico). Expresa su entrega total, sin fisuras, pero también los malentendidos dentro del grupo, el rechazo que puede padecer quien no demuestre una adhesión absoluta, las tiranteces por la jerarquía, con los veteranos por encima de los jóvenes y los debates sobre lo que debe ser el arte. Cuando la protagonista habla de pintura, se intuye un paralelismo con la literatura y su encaje en la RDA; una forma de entender el arte que difiere por completo del presente, y que por eso resulta tan curioso contrastar.
Brigitte Reimann
Todo esto —la realidad de los artistas y trabajadores en la RDA, los conflictos entre jóvenes y veteranos, el deseo de huir a Alemania Occidental— ocurre mientras estos mismos chicos y chicas se divierten, salen a tomar algo, se echan novio. Es decir, lo que podría considerarse una cotidianeidad más próxima a nosotros, aunque con las particularidades de ese mundo ya perdido. Reimann tiene la capacidad de retratar esas tensiones latentes en el día a día con sutileza y perspicacia. Como comenta Ibon Zubiaur, la autora terminó renegando de esta novela —ella misma lo vaticina en la p. 82: «Creo que ningún crítico puede ser tan inmisericorde como un artista con su propia obra cuando le separan de ella meses y años repletos de obras nuevas»—, tanto por los aspectos lingüísticos —y es cierto que, conociendo obras posteriores como La verde luz de las estepas (1965), Franziska Linkerhand (1974) o su correspondencia con Hermann Henselmann recogida en En la ciudad del mañana (2013), su estilo se robusteció— como por el devenir político, que la llevó a renegar de lo manifestado —«Era una tonta crédula», escribió en su diario en 1968—. En cualquier caso, ni lo uno ni lo otro desacredita el interés de Los hermanos, porque su valor está, precisamente, en narrar con inmediatez y frescura el aquí y ahora de un periodo determinado. Da voz a una generación joven con las armas y el espíritu de una mujer joven; en estas páginas bulle algo intenso y verdadero.