Los años nos van dando la oportunidad de hacer sentencias al más puro estilo Forrest Gump. Se me ocurre aquí, sentada en el banco de esta plaza virtual, que los padres son como los ruedines de una bicicleta. Uno cree que va por la vida a su propio ritmo, haciendo sonar el chirriante timbre de sus emociones, viendo la vida pasar a velocidad de rayo mientras recorre el parque, desafiando la autoridad, encauzando los senderos de su sino... y de pronto, le extraen de su biciclo esas, aparentemente, insignificantes ruedecillas y uno comienza a darse cuenta de que tambalea.
Las relaciones entre progenitores y su descendencia han dado mucho de sí en todos los ámbitos del arte. Desde la mitología, cuando el soberbio Cronos arrancó los testículos a su padre Urano para desposeerlo de su reinado universal, las relaciones entre padres e hijos han alimentado el imaginario colectivo de retorcidas tramas. Pero la genética ha mostrado en muchas ocasiones ser generosa y las figuras paternas y maternas han sido faros rutilantes alumbrando el futuro profesional de sus descendientes. Para muchos, el problema principal ha sido ése: luchar contra el grado de descenso que supone una comparativa con la primera línea del linaje. Pero la relación con los progenitores siempre tiene éso de paradójico: Te crías a gritos para hacerles ver que tienes nombre propio, para cuestionar su suma sapiencia y cuando te das cuenta, los años pasaron y te encuentras con que ahora es tu madre la que te pide consejo frente a los fogones. Sin duda, un síntoma inequívoco de madurez.
Pero más allá del anecdotario, el infinito tatami del arte se ha nutrido de batallas generacionales, de familias movidas por una misma pasión interpretativa, literaria, pictórica... Los ejemplos son numerosos y el trabajo de recolección puede ser arduo y decepcionante porque no todos los hijos han conseguido que su nombre centellease en color neón sin la inestimbale ayuda de sus padres. Y es que, al dictado de la sabiduría popular, las comparaciones siempre son odiosas y si para un hijo no es suficiente batalla hacerse valer con personalidad propia, a algunos les ha tocado un pesaje permanente en la balanza, parangoneándoles con el legado de sus padres.
Pongo por caso a Isabella Rossellinni, impúdica hija de Ingrid Bergman y Roberto Rossellinni, cuya fastuosa relación le valió a su madre el escarnio y repudio hollywoodiense. Durante el rodaje de Stromboli, el director italiano y la actriz sueca se enamoraron, no en vano, la película se conviritió de algún modo en la nefasta metáfora de su incomprensión adúltera. Bergman dejó a su marido y representante, Peter Lindstrom y Rossellini abandonó a Ana Magnani. En el seno de esta agitada relación de engaños, Isabella Rossellini fraguó quizás un carácter interpretativo propio y su capacidad la llevaría a convertirse en la fabulosa y neurótica protagonista de Blue Velvet, cuya madurez desquiciada sedujo sin tapujos a un amodorrado Jeffrey Beaumount, interpretado por Kyle MacLachlan.
Ejemplos podríamos seguir citando: desde los Chaplin, los Douglas, los Baldwin, hasta, ya más nacionales, los Bardem, los Guillén Cuervo, los Alterio, los Molina y, si me apuran, los Aragón, los Ozores o los mismísimos Flores... En ocasiones, el parecido físico es tan fuerte que no se puede evitar la asociación. Este podría ser el caso de la actriz Marina San José cuya boca, amplia y generosa, es una remanencia insalvable de su estirpe artística y de sus progenitores: Víctor Manuel y Ana Belén. La joven intérprete, tras haber coqueteado con la música y haber recorrido varios teatros, busca ahora un lugar propio amando "en tiempos revueltos".
Pero después de este somero trabajo descriptivo percibo que caigo en la peor de las injusticias: todas esas menciones que deberían estar pero no van a figurar y que el avispado lector está deseando toparse. Valgan mis perdones de excusa, ya que esta Trilby que les escribe también tiene sus propios genes y los míos tienden demasiado al "arte" de la dispersión.