La fórmula que utilizo para titular este comentario no es mía: la maneja Pilar Adón en el prólogo de la obra. Pero me ha parecido tan exacta, tan nítida, que he optado por tomársela prestada, con aplauso y gratitud. Porque los poemas que Ángel Manuel Gómez Espada esculpe ante nuestros ojos en Los hijos de Ulises tienen mucho, es verdad, de ceremonia de lágrimas. No son, desde luego, lágrimas triviales o sentimentales, sino lágrimas amargas, lágrimas reflexivas, lágrimas de quien ha mirado a su alrededor y ha descubierto los colores turbios del mundo que nos rodea.En ese recorrido por la España actual, tan duro como implacable, el poeta va convirtiendo en versos e historias a cuantos personajes nos circundan sin que, en ocasiones, les prestemos una atención demasiado rigurosa: jóvenes que, tras completar estudios en las aulas universitarias y acreditar su dominio de varios idiomas, son vistos como simple “mano de obra barata”; profesionales que cuando se miran con cierta objetividad advierten su condición deplorable de “generación perdida”; trabajadores conscientes de que quienes controlan los resortes del mundo les han ido “usurpando cualquier poder”; parados que se mantienen calladamente en fila, amargamente en fila, sumisamente en fila, mientras aguardan las migajas que caen de una mesa inalcanzable; o niños y adolescentes que crecen sin que el futuro tenga prevista para ellos ninguna luz.Desde hace ya bastante tiempo vivimos en un mundo agrio y perverso, cuya ferocidad produce espanto y cuyos tentáculos no parecen dispuestos a mostrarse flexibles. La esperanza murió en algún callejón lleno de mugre. Las facciones de los poderosos se asemejan demasiado a las de los chacales. Apenas queda espacio para la sonrisa en los informativos y todo está dominado por la suciedad dorada del dinero, que enciende conflictos por todo el planeta (“La paz mundial arruinaría cualquier economía”). En ese orden, no es extraño que Ángel Manuel Gómez Espada dictamine que “Dios siempre trabajó para los ricos”.Nos encontramos ante una situación por cuyas raíces y ramificaciones deberíamos interrogarnos (“Las verdaderas respuestas a esta crisis / son más preguntas. Preguntas que conducen / a un ovillo de mentiras”); y, sobre todo, deberíamos decidir qué postura adoptar para descubrir una salida del laberinto, si es que aún la tiene (“Teméis mudar el rostro de los dioses. / Sois indolentes sacos de incertidumbres. / Por eso le dais la espalda a la poesía / y alimentáis con miedos a vuestros hijos”).
En nuestras manos está la conformidad. En nuestras manos está el silencio. En nuestras manos está la rebeldía. Elijamos (nos dice el poeta) una actitud. Y mejor hacerlo hoy que mañana: hemos perdido un tiempo precioso.