Y después, aquí, en el oscuro seno del río más oscuro,
en lo más hondo y verde de la vieja ciudad, estos hombres tatuados: ojos como diamantes, bruscas bocas de odio más insomnio, algunas rosas o azucenas en las manos y una desesperante ráfaga de sudor. Son los que tienen en vez de corazón un perro enloquecido o una simple manzana luminosa o un frasco con saliva y alcohol o el murmullo de la una de la mañana o un corazón como cualquiera otro. Son los hombres del alba. Los bandidos con la barba crecida y el bendito cinismo endurecido, los asesinos cautelosos con la ferocidad sobre los hombros, los maricas con fiebre en las orejas y en los blandos riñones, los violadores, los profesionales del desprecio, los del aguardiente en las arterias, los que gritan, aúllan como lobos con las patas heladas. Los hombres más abandonados, más locos, más valientes: los más puros. Ellos están caídos de sueño y esperanzas, con los ojos en alto, la piel gris y un eterno sollozo en la garganta. Pero hablan. Al fin la noche es una misma siempre, y siempre fugitiva: es un dulce tormento, un consuelo sencillo, una negra sonrisa de alegría, un modo diferente de conspirar, una corriente tibia temerosa de conocer la vida un poco envenenada. Ellos hablan del día. Del día, que no les pertenece, en que no se pertenecen, en que son más esclavos; del día, en que no hay más camino que un prolongado silencio o una definitiva rebelión. Pero yo sé que tienen miedo del alba. Sé que aman la noche y sus lecciones escalofriantes. Sé de la lluvia nocturna cayendo como sobre cadáveres. Sé que ellos construyen con sus huesos un sereno monumento a la angustia. Ellos y yo sabemos estas cosas: que la gemidora metralla nocturna, después de alborotar brazos y muertes, después de oficiar apasionadamente como madre del miedo, se resuelve en rumor, en penetrante ruido, en cosa helada y acariciante, en poderoso árbol con espinas plateadas, en reseca alambrada: en alba. En alba con eficacia de pecho desafiante. Entonces un dolor desnudo y terso aparece en el mundo. Y los hombres son pedazos de alba, son tigres en guardia, son pájaros entre hebras de plata, son escombros de voces. Y el alba negrera se mete en todas partes: en las raíces torturadas, en las botellas estallantes de rabia, en las orejas amoratadas, en el húmedo desconsuelo de los asesinos, en la boca de los niños dormidos. Pero los hombres del alba se repiten en forma clamorosa, y ríen y mueren como guitarras pisoteadas, con la cabeza limpia y el corazón blindado.