Hoy se celebra, auspiciado desde 2005 por la ONU, el Día del Holocausto. Conmemoración de los millones de personas judías que fueron masacradas por los nazis, en campos de exterminio y fuera de ellos.
Justo será recordar que, junto a esta mayoría de víctimas del pueblo judío, el genocida nacionalsocialismo asesinó también, en enorme número, a enfermos mentales, masones, disidentes políticos y gays.
Los homosexuales fueron objeto de un trato singularmente brutal en los campos de concentración. Los hombres del triángulo rosa –tal era su distintivo en estas instalaciones de la muerte- sufrieron vejaciones innúmeras y crudelísimas. Pero, además, su situación de exclusión social no cesó con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la liberación de los campos.
Reintegrados a sus casas y entorno habituales, los gays represaliados por Hitler continuaron cargando con lo que su sociedad veía como un estigma: ser homosexual, amar a sus semejantes. De este modo, aunque –en diversa medida- otros colectivos vejados por los nazis han sido objeto de homenaje y reconocimiento diverso, los homosexuales cargaron con el enorme peso de la invisibilidad social. Sólo muchos años después de los hechos, y en contadísimas ocasiones, se ha reconocido el sufrimiento de estas personas, su tortura, su aniquilación por el nazismo. La vergüenza de tener un familiar gay contribuyó a dicha invisibilidad.
Hoy, hay que honrar también a estas personas como tú y como yo que, sin haber cometido delito alguno, fueron maltratados y muertos por su orientación sexual.
En la actualidad, continúa la instigación a la represión contra las personas gays: homófobos como Ratzinger, Bambarén, Rajoy, el PP y otros caldean una atmósfera de represión que, de darse circunstancias similares a aquellas de los años treinta, desembocarían en el maltrato y la exterminación en masa de las personas homosexuales. Esperemos que no vuelva a suceder.
No podemos bajar la guardia: la homofobia, agresiva, violenta, inhumana, sigue viva.