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Los hombres que nunca ríen: “Yakuza”, los actores son el estilo. Robert Mitchum y Ken Takakura como ideas de un género.

Publicado el 29 octubre 2011 por Esbilla

Los hombres que nunca ríen: “Yakuza”, los actores son el estilo. Robert Mitchum y Ken Takakura como ideas de un género.Yakuza (The Yakuza)

Director: Sydney Pollack

1974

USA

Fotografía: Kôzô Okazaki

Música: Dave Grusin

Montaje: Don Guidice y Thomas Standford

Guión: Paul Schrader, Leonard Schrader y Robert Towne

Reparto: Robert Mitchum, Ken Takakura, Brian Keith, Richard Jordan , Keiko Kishi , Eiji Okada, James Shigeta, Christina Kokubo, Herb Edelman, Kyosuke Machida

*A mediados de los 70 y desmoralizado tras un frustrado intento por realizar, o al menos, vender, un bressoniano guión titulado Pipeliner, Paul Schrader dormitaba de nuevo en el Medio Oeste. Justo en ese momento su hermano Leonard, también escritor, le ofrece pasar una temporada con él en Japón, donde el mayor de los Schrader vivía desde hace tiempo y tras huir tanto del asfixiante ambiente calvinista de su familia y comunidad en Michigan, como de la llamada a filas para marchar hacia Vietnam. Una vez allí Leonard le reveló su intención de escribir una historia centrada en el crimen organizado japonés, los yakuza, a imagen y semejanza de los filmes populares que le fascinaban y que, en aquel momento, estaban en pleno cambio y ebullición. Según cuenta el propio Paul

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Schrader, y así se recoge en el libro colectivo Paul Schrader: El tormento y el éxtasis(1), llamó a su agente en Los Ángeles y rápidamente consiguieron vender la idea y un billete de vuelta para escribir un guión que la Warner compró por 350.000 dólares.

La historia primigenia, y que se mantiene como armazón, incidía en una presente y futura obsesión de su entonces guionista: Centauros del desierto. De tal modo esta sería la primera ocasión en la cual reformulase la obra de Ford, utilizándola como espejo de obsesiones recurrentes. Las otras dos serían Taxi Driver para Martin Scorsese en 1976 y, de modo muy explícito, Hardcore, ya dirigida por él mismo en 1980 y una de sus obras mayores. Aquí un hombre fuera de su ambiente y acostumbrado a la violencia recibe el encargo de rescatar a una joven americana secuestrada por un grupo mafioso nipón. Para lograrlo tendrá que regresar al país que abandonó tras el fin de la ocupación, reencontrarse con una antiguo amor (lo que equivale decir con una vida que abandonó) y colaborar con un antiguo yakuza con el cual le unen complejos lazos.

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El proyecto original era un film seco, muy violento, más focalizado en las luchas de gángsters, las amistades traicionadas y el periplo existencialista de su protagonista. Siguiendo de nuevo el libro arriba citado Schrader explica como Pollack, contratado como director tras la renuncia de nada menos que Robert Aldrich (resulta goloso imaginar como hubiese tratado este cineasta un material tan cercano a sus propios intereses, con esos dos personajes masculinos tan poderosos  frente a frente), no creía que fuera a manejarse bien en aquel estilo que se pedía. A petición suya se contrató un tercer guionista, Robert Towne, cuya aportación resultaría capital para concretar el especial tono melancólico del film. A él se debe la idea de potenciar el elemento romántico de la historia, al punto de desplazar el foco del conflicto íntimo de los protagonistas a un amor perdido y reencontrado que, hábilmente, se imbrica con el hueso mismo de la historia imbuida por la cultura japonesa que los Schrader habían planteado. Tras su aspecto de elegante thriller exótico Yakuza oculta una historia de amor fundamentada en la renuncia y otra, tangente a
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esta, de aprendizaje. La de un americano que comprende las dos nociones clave, en perpetuo enfrentamiento, de la cultura japonesa: el giri, la obligación social, y el ninjō, la voluntad propia.

Así la película final emerge de un marasmo de influencias que, en principio, podrían parecer incluso contradictorias (noir romántico, thriller violento, policiaco antropológico, mixtura de estilos/tratamientos norteamericano y japonés…) convertido en uno de los grandes títulos criminales del cine americano de los 70, edad fértil llena de descreimiento vital, amargura, sordidez y nihilismo (muchos de esos aspectos aquí contradichos) y la mejor película de su director, que si bien había acreditado cierta ductilidad y olfato para el éxito no pasaba de ser un buen ilustrador de títulos estelares, lo último había sido dos trabajos para Redford.

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Tal como éramos que lo emparejaba a la insufrible Barbra Streisand y el hoy clásico Las aventuras de Jeremiah Johnson, cuyas habilidades no anunciaban una rotunda capacidad para tratar por igual el intimismo y la catarsis violenta.

El resultado del trabajo, admirable, de Pollack es una obra maestra, soberbiamente rodada, con un montaje ejemplar (que equilibra lo contemplativo con lo nervioso) y una puesta en escena, de bella y expresiva horinzontalidad, capaz de citar y englobar los referentes formales orientales sin desvirtuar la narrativa puramente USA ni dejar que el conjunto caiga en el escaparatismo. Las escenas de acción, vibrantes, explican por si mismas esta feliz conjunción: el arma de fuego para Kilmer, brutal, inmediata, seca (la ejecución de Tanner) frente a la espada y su ritualismo, su estilización sangrienta (el largo asalto a la casa). Toda esta meditada resolución formal se apoya, además, en un prodigioso sentido cromático (preeminencia del rojo a modo de motivo simbólico) en la gran fotografía de Kôzô Okazaki y en una banda sonora de Dave Grusin inolvidable. Sortea las tentaciones turísticas y/o fascinadas en virtud de una perspectiva que aúna lo épico, lo crepuscular y lo ético tanto sobre las relaciones masculinas como sobre las divergencias culturales, amén de valorar con idéntico peso las personalidades de su pareja estelar: un Robert Mitchum sutil y lacónico, un Ken Takakura(3) hipnótico y estilizado.

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De hecho la película integra de tal manera la “japonesidad” que se puede decir que este film, americano, cierra un (sub)género japonés: el ninkyo eiga. Las historias de yakuzas honorables que se recreaban en la aureola trágico-mítica del forajido y de las cuales, precisamente Ken Takakura, “el hombre que nunca ríe”, fue perfecta corporeización y las cuales, a la altura de 1975, habían sido ya sustituidas por un nuevo paradigma, el feroz jitsuroku eiga (o fiction), es decir las cintas basadas en la crónica de sucesos. Una auténtica revulsión sociocinematogáfica que si bien venía gestándose desde finales de los 60 con el llamado gendai yakuza (el yakuza moderno) fue alumbrada en su forma definitiva por Kinji Fukasaku a principios de los 70 a través de títulos como Street Mobster (1972) o la pentalogía The Yakuza Papers (1973/1974) por citar solo unos pocos. De estilo urgente y febril, estética agresiva y discurso despiadado que extirpaba cualquier noción de romanticismo con respecto a la figura del yakuza y del crimen organizado y donde este genial cineasta todavía malconocido (perdón por la autocita) “(…) enfrentará el cine de género con la realidad con el objetivo de derribar la mitología que el medio había construido

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del criminal (como también la había construido el cine hollywoodiense, por ejemplo) desde la posguerra y especialmente desde el final (teórico) de la ocupación norteamericana.(2). Un discurso/evolución hacia el nihilismo y la lucidez que culminaría en películas tan desesperadas como Garveyard of honor (1975) o Yakuza Graveyad (1976).

Así Yakuza puede incluso verse como un regreso fantasmático (e imposible pues el camino no tenía retorno) al ninkyo eiga, convocado por la presencia, icónica, de Ken Takakura que para entonces había visto su estrella orillada por los representantes de esa nueva forma, gente como el formidable Bunta Sugawara o Tetsuya Watari, otrora estrella juvenil dela Nikkatsu, productora especializada en el thiller y la acción durante los 60.

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Lo que de manera superficial presenciamos es el combate, desigual pero con la fuerza de la razón de su parte, de dos hombres fuera de su tiempo, dos anti-héroes pues ambos cargan con el peso de actos horribles que se ven obligados a volver a realizar, contra una organización adaptada (a)moralmente, esta sí, a los nuevos tiempos mediante la fachada de una corporación, anónima, de negocios. Dos hombres con código contra otros que han hecho de la traición método. No en vano la facción americana la conforma un viejo compañero de armas de Mitchum, el excelente Brian Keith, que hizo fortuna con el mercado negro tras la 2ªGM y la japonesa la antigua banda de Tanaka, donde ahora se integra un sobrino suyo. Eso descontando que, como consejero de la organización, actúa su propio hermano al cual Tanaka tendrá que deshonrar para cumplir consigo mismo. Papel este a cargo de James Shigeta, que fuera protagonista para Samuel Fuller de la magnífica The crimson kimono (ídem, 1959), y no es la única cita/influencia de Fuller ya que no es raro intuir a los protagonistas americanos como aquello proto-gángsters de La casa de bambú
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(House of Bamboo, 1955). Un grupo de soldados que se quedaron en Japón tras la ocupación para hacer fortuna con el estraperlo y el contrabando.

Si esto es la superficie el fondo lo ocupa el proceso, no ya de reconciliación, sino de identificación entre sus dos protagonistas masculinos, perfectamente encarnados, de forma literal, esto es en la carcasa misma de sus cuerpos por los dos intérpretes. Dos rostros-estilo cuya presencia, hierática en ambos casos, ya es en si misma una definición: le estilización felina de Takakura que es reminiscencia de una idea de la orientalidad y de toda esa mística cinéfilo-histórico-mítica del yakuza arriba expuesta, contrapuesta a la rotundidad lenta, cansada de un Mitchum en la cumbre de su arte, muy beneficiado por una madurez que le había llevado, sin salirnos del género, a profundidades interpretativas como la un poco anterior The friends of Eddie Coyle (Peter Yates, 1973) y que al igual que su compañero arrastra, hacia la mente del espectador, toda una serie de reminiscencias arquetípicas que no necesitan ser explicadas de otra manera que no sea la visual. Así, pese a estar distanciados por un océano cultural son/se hacen idénticos por su adhesión, inquebrantable, a ese mencionado código de honor, viril, que no ha sido impuesto desde fuera, que es íntimo, inexplicable para los demás y finalmente compartido en una secuencia, la de la amputación del meñique, que ya es historia.

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(1)   Paul Schrader: el tormento y el éxtasis, coordinado por Carlos Losilla y José A. Hurtado, Filmoteca dela Generalitat Valenciana, Festival Internacional de Cine de Gijón, 1995

(2)   Talento para la autodestrucción: “Street Mobster”. Kinji Fukasaku y Bunta Sugawara combatiendo el sistema desde dentro, Esbilla cinematográfica popular, 13/05/2011, Adrián Esbilla

(3)   Como bien comenta Mark Schilling en The Yakuza Movie Book (Stone Bridge Press, Berkley, California, 2003) la elección de Ken Takakura no se debió tanto a su valor icónico y su categoría estelar dentro del mercado japonés, que también, como a su capacidad con el inglés y su conocimiento de la industria USA, ya que el actor había participado ya en el film de Robert Aldrich Comando en el mar de China en 1970. Repetiría en Black Rain (Ridley Scott, 1989) y Mr. Baseball (Fred Schepisi, 1992)

*Este texto fue escrito originalmente para la web Pasadizo. com

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