Con seis libros a sus espaldas, Sarah Waters (Gales, 1966) se ha consolidado como una de las herederas contemporáneas más notables de la tradición gótica decimonónica, junto con autoras como Kate Morton (El jardín olvidado), Diane Setterfield (El cuento número trece) o Katherine Webb (Una canción casi olvidada). Sarah Waters, que suele situar sus historias entre la época victoriana y la primera mitad del siglo XX, construye tramas llenas de romance, suspense, en ocasiones un toque de espiritismo; motivos, en suma, propios de la novela popular, con la particularidad de estar revisados desde un enfoque feminista. Sus novelas exploran la cuestión del amor entre personajes del mismo sexo, salvo El ocupante (2009), una muy lograda historia de fantasmas. En cierto modo, actualiza el género añadiendo los temas tan a menudo silenciados. Los huéspedes de pago (2014), su título más reciente, ofrece otro tanto de lo mismo, solo que su estilo e inventiva parecen haber dado un paso atrás.Londres, 1922. Frances, aún soltera a sus veintiséis años, vive con su madre en un caserón. No tiene intención de casarse: mantuvo una relación con una mujer, con la que estuvo a punto de marcharse para empezar una vida juntas, pero, tras la muerte de su padre y sus hermanos, no se atrevió a dejar a su madre sola. Ahora, las dificultades económicas las obligan a alquilar una parte de la vivienda a un joven matrimonio, Leonard y Lilian Barber. Él es un hombre bien posicionado, mientras que ella, de origen humilde, ascendió de clase al casarse. Frances y Lilian traban amistad enseguida, una amistad que puede ir más allá… no sin complicaciones. Sarah Waters vertebra la novela alrededor de una protagonista atrapada entre dos mundos: el orden tradicional, de antes de la Gran Guerra, que no daba a las mujeres otra opción que convertirse en esposas devotas; y el orden progresista, que irrumpe en los años veinte y alimenta su deseo de convertirse en una mujer independiente que viva su amor con libertad.No es un mal planteamiento. De hecho, la primera parte, con su introducción del personaje de Frances y del contexto social, es quizá lo más interesante de la novela, si bien su retrato de los años veinte está lejos del espíritu y las sugestiones de obras como El gran Gatsby, el clásico de F. Scott Fitzgerald. La autora opta por centrar-se en las tensiones que atañen a las mujeres que, como la protagonista, no han roto el cordón umbilical y se sienten insatisfechas porque no quieren seguir las convenciones. La vida de Frances ha estado siempre vinculada a dos mujeres: por un lado, su madre, que encarna el pensamiento conservador; por el otro, Christina, su ex, que a diferencia de ella se ha independizado y convive con su nueva pareja, con la que se mueve en el ambiente urbano bohemio, en contraposición con la mansión venida a menos de Frances y su madre (a propósito, el personaje de Christina, tan atractivo por su aire de modernidad y autosuficiencia, podría haber tenido un papel más relevante).El problema comienza con la relación de Frances y Lilian. A medida que su historia avanza, la novela, que hasta entonces tenía cierto fuste gracias al contenido social y el malestar de la chica, adquiere los tintes de una telenovela, una telenovela con todos los clichés imaginables, excesiva en sus descripciones eróticas, afectada en su lenguaje, repetitiva y demasiado larga. Tal vez algunos lectores y críticos verán como un punto a su favor la narración de un romance lésbico en este periodo (cosa que, por otra parte, es costumbre en Sarah Waters, así que no se puede calificar de «original»); no obstante, el valor de una creación literaria no debería medirse solo por la hipotética novedad del asunto, sino por el tratamiento que se da a este. En este libro, si cambiamos a Frances por un hombre, obtenemos el melodrama manidode siempre sobre una relación extraconyugal —de hecho, la autora se inspiró en dos casos reales en los que estuvieron involucrados el marido, la esposa y el amante de esta. Pensó en cuán interesante sería que el amante hubiera sido una mujer, y este es el resultado—. La tensión se encuentra más en la naturaleza «prohibida» por estar Lilian casada (es decir, los mismos parámetros que una relación entre amantes heterosexuales) que en su condición de lesbianas, que apenas añade complejidad. Si pretendía emular una novela de época, quizá no debería haberlo puesto todo tan fácil entre ellas, tan plano que carece de verosimilitud.
Sarah Waters
En la tercera parte, un suceso turbio da un giro a la trama, que adopta el tono de una novela de intriga. Lo mismo de antes: demasiados tópicos. Entretiene, sí, porque Sarah Waters sabe contar una historia, pero se trata de ese entretenimiento vacuo de las creaciones culturales que son meras repeticiones de lo que ya se ha contado muchas veces, sin enriquecerlas, sin ofrecer otra mirada. Incluso el desenlace deja bastante que desear, por poco arriesgado: muchas (demasiadas) páginas, muchas idas y venidas, pero no se pringa, no se ensucia las manos. El nuevo orden derrota al viejo, la puerta está abierta al amor. Buen mensaje, de acuerdo, pero el camino para llegar a él no convence. Además, valorando el conjunto, se hace una transición brusca de la quietud de la primera parte a la excitación desmedida (primero carnal, después dramática y policíaca) de las otras dos; la novela está descompensada. Después de una muy buena obra como es El ocupante —oscura, sutil, ambigua, con un punto de vista bien encontrado y mucha contención emocional—, la autora patina con Los huéspedes de pago, que, si bien funciona como recreación costumbrista del periodo de entreguerras, naufraga por su falta de precisión, sus lugares comunes y sus excesos.