Los inconsolables (kazuo ishiguro)

Publicado el 10 enero 2010 por Ceci
“Me refiero a que ella siempre me había ocultado ciertas partes de sí misma. Las había preservado, como si el contacto con mi tosquedad hubiera podido contaminarlas. Como digo, señor, yo quizá lo había sospechado siempre. El que hubiera toda una parte de sí misma que preservaba de mí. ¿Quién podía reprochárselo? Una mujer de tal sensibilidad, educada en una familia como la suya... No había dudado en confesárselo abiertamente a Piotrowsky, pero jamás de los jamases, en todos los años que llevábamos juntos, había dejado siquiera entrever su pasión por Baudelaire conmigo.”

Los inconsolables

Kazuo Ishiguro

Tengo con frecuencia el mismo sueño. Se trata, más bien, de una pesadilla, en la que intento, sin conseguirlo, regresar a casa. Por más que reconozca las calles y sepa con toda seguridad qué camino he de tomar, elijo invariablemente la vía incorrecta. No voy a aventurar aquí interpretación alguna. De hecho, no creo demasiado en aquello de los mensajes que nos lanza el inconsciente. Si hoy he comenzado así es sólo porque la lectura de Los inconsolables de Kazuo Ishiguro me ha producido la misma sensación de impotencia y desasosiego que dicha pesadilla. Y esta asociación no es sólo mía, sino que la contraportada misma de la novela (Anagrama) hace referencia a la cualidad onírica de la trama.

El protagonista, un reputado pianista llamado Ryder, llega a una ciudad indeterminada de Europa Central cuyos habitantes, asolados tiempo ha por una especie de pesimismo existencial, parecen concederle una importancia fundamental a la música. El objeto de la visita de Ryder, de hecho, no es otro que devolverles la esperanza en un recital previsto para una velada capital. Sin embargo, nuestro protagonista se ve pronto distraído y apartado de su objetivo por las peculiares peticiones de directores y mozos de hotel, de directores de orquesta venidos a menos, de periodistas, de adolescentes a los que parece estar unido por un especial parentesco, de profesoras de piano y de antiguas amigas de la infancia reconvertidas en revisoras de tranvía, que continuamente lo interrumpen en sus tareas para preguntarle aquello de “¿qué hay de lo mío?” Los inconsolables es la pesadilla kafkiana del perfeccionista, pues todo queda a medio hacer en esta historia. Además, abundando en la cualidad onírica a la que antes hacía referencia, Ryder se ve separado de la sala de conciertos por un absurdo muro aparecido de la nada, se pierde una y otra vez, se olvida a su ¿hijastro? Boris en una cafetería, se encuentra dando un discurso en batín y se ve privado del habla justo cuando a su amiga Fiona más le importaba que hablara. Si eso no son pesadillas de manual, que baje Morfeo y lo vea.

También en lo formal resulta desconcertante esta novela. El peso de la narración, en primera persona, recae en el propio Ryder, que tan pronto muestra la misma desorientación e inocencia que nosotros, lectores, ante lo que sucede, como adopta las capacidades y maneras de un narrador omnisciente decimonónico, revelando los más íntimos secretos de sus compañeros de fatigas. Y esto, que en otra novela derivaría inevitablemente en una de las mayores faltas en las que puede incurrir un escritor, la falta de verosimilitud, de la que Ishiguro no está libre, por cierto, se entiende en esta ocasión por los derroteros que desde el primer momento ha seguido la trama.

Tan sólo dos “peros” pondría a esta original novela. En primer lugar, su no del todo justificada extensión, que, sumada al desconcierto que produce la historia, convierte la experiencia de leer Los inconsolables en algo agotador. En segundo lugar, la relativa falta de sutileza de Ishiguro en la transmisión del evidente mensaje de esta historia: la facilidad con que uno puede desperdiciar y echar a perder la propia vida. Saben bien que me muestro bastante renuente ante las historias diseñadas para aleccionar. No es el caso de Los inconsolables pero, aun así, creo que su impacto habría sido mucho mayor si Ishiguro se hubiera limitado a escribir una pesadilla y no hubiera intentado disfrazarla al final de fábula.