Los increíbles casos de la señora Lutgarda y su nieto Tomasito, 2

Publicado el 14 marzo 2013 por Sap
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Hoy: "La clave de la clave"
El dinero que como recompensa cobró mi abuela tras resolver la misteriosa desaparición de los rubíes del jeque Abdul Ibn Azaz, nos permitió pasar un fin de semana en Palma de Mallorca. Como todo lo bueno, la estancia se nos hizo cortísima y hasta tuvimos que anular la visita que mi abuela proyectaba hacer a su primo Sebastián, el cura.
Fueron unos días inolvidables, tan lejos estuve del Centro y de sus monitores. Si me preguntaran qué fue lo que más me gustó de allí, no sabría qué contestar. Bueno, miento. A ambos nos encantó lo mismo: La barquita que se pasea por la laguna de las cuevas del Drac donde va montado un fulano tocando el violín. De ponerse los pelos de punta de emoción. Bonito, bonito de verdad.
Pero como digo, todo fue regresar a casa y complicársenos la vida. De nuevo fue requerida la ayuda de mi abuela, pero esta vez no por el comisario Gabaldón, sino por la señora Juliana, la vecina que nos pisa.
No habíamos terminado aún de sacar el equipaje de la maleta cuando llamó a la puerta una señora Juliana que lloraba como una magdalena. Mi abuela, en vista de lo alterada que estaba, la invitó a pasar, pero ella se negó. Quería que subiéramos a su casa pues necesitaba ayuda urgente y discreta. Este último término lo expuso mirando alternativamente a mi abuela y a mí.
No se preocupe, señora Juliana, que mi nieto es de total confianza. Vamos para allá —replicó mi abuela decidida y arremangada.
Subimos los dos tramos de escaleras que nos separaban de la planta de arriba (la Comunidad lleva años examinando presupuestos para colocar un ascensor sin decidirse por ninguno) y esperamos a que nos abriera la puerta una señora Juliana que pequeña y redonda como una albóndiga, subía sofocada, no tanto por el llanto quedo como por querer igualar nuestra velocidad.
A medida que penetramos en el recibidor primero y luego en un angosto pasillo que conducía a una salita de estar, la señora Juliana, a la vanguardia, iba encendiendo luces. Pero fue llegar a la salita citada cuando se desplomó en un sillón negándose a continuar.
Sigan adelante, sigan, que yo no puedo... ¡Ay, madre del amor hermoso, y con qué cuadro me he encontrado! —gimoteaba pasándose el pañuelo por la cara— ¡Qué cuadro!
La abuela y yo accedimos entonces a un segundo pasillo, al final del cual vimos la luz que dejaba escapar una puerta entornada.
Es el cuarto de baño, Tomasito —dijo mi abuela abriendo la puerta por completo. Acto seguido se quedó muda de asombro. Y yo también, ojo.
No era para menos, pues lo que teníamos ante las narices hubiera hecho huir al más bragado. Sólo la presencia de ánimo de mi abuela y lo fuerte que me tenía agarrado por la manga impidió que saliera de allí por patas.
Resulta que allí, sentado en la taza del wc en inequívoca función, con los pantalones arrollados en los tobillos, con medio culo granuloso y peludo al aire, con un periódico deportivo en las manos (del que no digo la Marca para no hacer publicidad. Jajajaja, ¿entienden el chiste?), y con el cuerpo doblado hacia delante por la bisagra del espinazo; resulta, digo, que estaba... ¡el señor Antonio, el que fue marido de la señora Juliana! Y digo “fue” porque para seguir siendo marido no ayudaba para nada el enorme cuchillo cebollero que tenía clavado en la espalda hasta la mitad de la hoja.
Sin importarle mi estupor, la abuela examinó la herida con atención levantándose un poco las gafas.
Es curioso —dijo— el mismo cuchillo ha servido de tapón para detener la hemorragia. Una sola puñalada pero mortal de necesidad, Tomasito. Mira, acércate para que vayas aprendiendo. No hay duda. Es una herida inciso-contusa que interesa el cuarto espacio intercostal derecho de la espalda contando por arriba, y que siguiendo una trayectoria vertical con respecto al plano del corazón, ha llegado a reventarlo de todas todas. En otras palabras, Tomasito, que al señor Antonio lo han apuntillado como a un miura.
Siguiendo las órdenes de mi abuela de no tocar nada (ni siquiera pude cumplir mi deseo de descargar la cisterna porque vaya vaya cómo había sido la evacuación postrera del caballero) abandonamos el baño y nos reunimos en la sala con la ya nueva viuda. No fue necesario preguntarle nada porque ella, entre hipidos de un llanto sordo, desembuchaba solita.
¡Le juro que no he sido yo, señora Lutgarda! ¡Se lo juro por mis nietos Tamara y Ramoncito que son lo que más quiero en este mundo! Le juro que me lo encontré así, tal como está, cuando volví de casa de mi hija de llevarle un túper con croquetas que había hecho esta mañana.
(¡¿Croquetas?! ¡¿Había dicho croquetas?! Hmmmmm, yum, yum. Se me hizo la boca agua al escuchar la palabra mágica. Pero apuesto un huevo a que las croquetas de esta mujer no le llegan ni a la suela del zapato de las que hace mi abuela.)
¿Ha llamado a la policía? —preguntó mi abuela con los brazos puestos en jarra.
No, no; todavía no... es que... ejem... verá usted, señora Lutgarda, yo sé que usted se hará cargo de mi problema, pero es que antes de que intervenga la policía... —y aquí las lágrimas que de nuevo acudían a sus ojos, consiguieron interrumpirla.
Venga, déjese de sofocones que ya tendrá tiempo, y dígame qué clase de ayuda busca usted en mí —dijo la abuela un tanto mosqueada pues no soporta que se manifiesten las pasiones de una manera tan desatada.
Pues verá, mi Antonio, mi marido, desconfiaba de los bancos, o como él decía, de las entidades bancarias. Así que lo poco o lo mucho que hemos conseguido ahorrar a base de sacrificios lo guardaba aquí... —la señora Juliana, con un último sorbetón de mocos que la devolvió a un estado calmo y natural, abandonó el sillón.
Creí que se dispondría a levantar alguna baldosa, pero qué va. Lo que levantó fue el cuadro que estaba colocado sobre el televisor; un cuadro imponente que representaba un caballo blanco iluminado por la luz de la luna (guapísimo el cuadro, sí señor). Bajo él apareció la inconfundible puertecita acorazada y el mecanismo giratorio de una caja fuerte. Sí, lo había visto muchas veces en las películas, pero nunca hubiera sospechado encontrar una de verdad ¡y tras un cuadro practicable! en un pisito de VPO del extrarradio.
Es cierto que la imaginación se me disparó y quise intuir que allí, en la caja, el señor Antonio había escondido, por ejemplo, fotos comprometedoras de su esposa y de su oscuro pasado, que es algo muy típico... aunque viendo lo absurdo del supuesto y viendo sobre todo el aspecto de la señora Juliana, que es como la gemela viva de Rafaela Aparicio, me resigné a la realidad de la pasta. El caso es que entregado a estas ensoñaciones, perdí el hilo de la charla y para cuando la retomé, la señora Juliana decía:
...ya ve, la ruedecita, en vez de números tiene letras. Mi Antonio era muy chulo y nunca quiso decirme la clave que abría la caja porque siendo yo ludópata como soy —aunque ahora me estoy rehabilitando— creía que de tener acceso al dinero me lo gastaría todo en tragaperras.
(Cuando la señora Juliana hizo esta confesión, mi abuela me propinó un codazo para advertirme de guardar el secreto de estar yo también en fase de rehabilitación. En público y ante los vecinos sobre todo, habíamos pactado que yo era ingeniero agrónomo en excedencia).
La señora Juliana, continuó:
Para hacerme rabiar y humillarme, miren lo que me dijo una vez: “Juliana, eres tan borrica que aunque te pase la clave por el hocico no la acertarás jamás. Mira, te voy a decir una adivinanza sin preocuparme de que la solución es la clave, porque tú no la vas a acertar en tu puñetera vida. A ver: “¿Cuál es el animal que cuando se levanta anda a cuatro patas, a mediodía anda con dos y por la noche anda con tres?” ¿Qué me dices? Chúpate esa, Juliana”... Sí, señora Lutgarda, así se reía de mí. Por eso le digo que viéndolo como está ahora, con el cuchillo clavado en la espalda, casi me alegro que se lo haya llevado Dios.
Aprovechando la pausa y empleando sutiles indirectas, hice ver a la señora Juliana lo bien que me sentaría un cubatita. Ojo, me daba un poco de cosa beber sabiendo que a pocos metros tenía a un fiambre; pero al fin y al cabo soy persona de variados registros morales y encontré el adecuado. Captando mi deseo, nuestra vecina se apresuró a decir:
¡No faltaba más, hijo mío! Anda, busca en la mesita de ahí al lado. Yo no bebo, eh, no se vayan ustedes a creer queeee... lo que tengo es por si viene mi hija, que le gusta alternar.
Con suerte encontré una botella de Larios a la que todavía le quedaba un culito —lo demás eran licores de colorines— y con la Cocacola, el hielo y la rodajita de limón que trajo la señora, me fabriqué un cubata muy aparente. Mi abuela, mientras tanto, había ocupado otro sillón y parecía seguir atenta las explicaciones de la señora Juliana; pero su silencio me inclinaba más bien a pensar que se estaba quedando frita. Y es que con el palizón de avión que nos habíamos metido, no era para menos.
En cualquier caso, la señora Juliana continuó con su tabarra:
Fueron muchas las noches que pasé en blanco dándole vueltas a la adivinanza, pero una es tan torpe que al final casi me rendí. No tenía ni idea. ¿Pero quiere usted creerse que cuanto más se reía de mí mi marido, más encabezonada me ponía yo? Total, que al final, ¿dónde piensa usted que encontré la solución al problema? Pues en mi nieto Ramoncito, que como estudia tercero de la ESO dio enseguida con la clave.
 A estas alturas, la abuela roncaba débilmente, así que para no dejarla en mal lugar, desvié toda la atención de la señora Juliana hacia mí. Despiadada, continuó:
“¡Anda qué no eres tonta, abuela!”, me dijo mi Ramoncito, “Si eso es más antiguo que qué. Pero tú para qué quieres saberlo, eh”. Le dije que era por una cosa de un concurso de la tele y se lo tragó. Entonces me contó lo de la Epigue esa o como se llame. Le di veinte euros para que no comentara nada con el abuelo y me vine corriendo para casa.
 A todo esto, mi abuela despertó y le dio un buche largo a la lata de Cocacola. La breve ingesta pareció despejarla, porque adoptando una postura más cómoda y estirando las piernas con disimulo (padece de edemas), se dispuso a retomar el discurso de su vecina.
Pues nada, todas las ocasiones que, aprovechando que mi marido se iba al Hogar, intenté abrir la caja fueron inútiles. Cientos de veces di vueltas a la ruedecita escribiendo H-O-M-B-R-E del derecho y del revés. Pero nada. El muy egoísta, que sólo pensaba en él y no en mi enfermedad social, me había vuelto a engañar.
Es raro desde luego —comentó la abuela frotándose el puente de la nariz bajo las gafas.
Y ese es mi apuro, señora Lutgarda; que sabiendo que dentro de un rato esto se llenará de policías y que luego vendrán los jueces y los abogados y los del seguro y los de Hacienda, quiero recuperar el dinero que me pertenece... ojo, a mí y a mis nietos, eh, porque lo de mi ludopatía va muy bien. Así que siendo usted tan despabilada como es, tan lista, ¿no iba acaso a ayudarme? Le prometo hasta un piquito, que sé que tampoco anda usted muy boyante.
La abuela siguió frotándose ahora los ojos, más por sueño que por facilitar el camino a las combinaciones de su cerebro prodigioso.
Y le vuelvo a jurar y rejurar que yo no he sido, doña Lutgarda, que cuando regresé tuve que abrir la puerta con llave y que el asesino, por fuerza, tuvo que entrar y salir por el balcón abierto.
Bueno, bueno —respondió mi abuela agitando una mano como para despejar tanta palabrería de su vecina—. No mezclemos una cosa con la otra, vamos a dejar lo de su marido a la policía que para eso les pagan y vamos a centrarnos nosotros en lo de la caja fuerte... Dígame, ¿el señor Antonio no era el secretario de la Comunidad?
Sí señora, y muchos disgustos que le costaba el puesto, porque ya sabe que en el edificio, mejorando lo presente, estamos rodeados de sinvergüenzas.
¿Y no era él el encargado de redactar los avisos y notificaciones que luego pinchaba con chinchetas en el tablón del portal?
Sí señora. Y muy buena letra que tenía mi difunto.
¿Quisiera entonces hacerme el favor de proporcionarme alguna copia de una de estas notas?
La señora Juliana, desconcertada, pero venciendo su perplejidad logró incorporarse y acercándose a los cajones de un mueble, comenzó a rebuscar en el interior. Mientras tanto, y después de guiñarme un ojo, mi abuela me susurró al oído: “Tomasito, creo que estamos de suerte y este caso va a estar resuelto de inmediato”. Decirme estas palabras y henchirme yo de orgullo fue todo uno. Una vez más me iba a ser dado contemplar en primera fila un espectáculo único: el pensamiento combinado de mi abuela dirigido a un problema concreto.
Al rato, la señora Juliana extrajo de una carpetilla azul de gomas un papel cuadriculado que depositó en la mano de mi abuela.
¿Le vale éste? Creo que fue el último que escribió. Era sobre lo del arreglo del depósito.
Mi abuela, con el gesto de concentración que significa en ella el alzarse un poquito las gafas, leyó el papel bisbeando hasta que al rato dijo: “¡Ajá!” y después: “Lee tú ahora, Tomasito, a ver si llegas a la misma conclusión que yo”. Tomé el papel y después de un sucinto análisis grafológico que me llevó a concluir que el asesinado Antonio podría haber sufrido un trastorno sexual que se manifestaba en la profusión de adornitos y jeribeques de las vocales, leí lo que sigue:
“Se rueja a los señores becino, que se pasen por el sejundo letra Be para pagar los resibo estra de lo de arreglal el deposito del ajua”.
La solución la misterio se me desveló luminosa apoyada además por la mirada cómplice y afirmativa de mi abuela.
Señora Juliana, haga usted el favor de facilitarle a mi nieto un pañuelo —(¡Oh, cómo agradecí aquel gesto. Mi abuela me cedía sus derechos haciendo de mí la herramienta que resolvería finalmente el enigma!)
Acercándome a la caja fuerte, tomé el único klínex que quedaba en la bolsita de la señora Juliana. Lo desplegué sobre la ruedecita, cuidándome de no dejar huellas, y giré el mecanismo en el orden correcto. El orden que, claro está, componía la palabra O-M-B-R-E, sin la fastidiosa hache que había impedido a la vecina coronar con éxito sus intentos. La puertecita, emitiendo un leve chirrido metálico, se abrió por completo y dio paso por una parte a la alegría de la señora Juliana que botaba como una pelota de balonmano, y por otra, a la visión de al menos una docena de mazos de billetes sujetos con gomas.
Inútil describir la conmoción que el parné provocó en la señora Juliana y en cómo ésta manifestó su agradecimiento en abrazos y besos, que tanto a mi abuela como a mí nos llenaron de todos los fluidos posibles. No le importó tampoco que los billetes fueran de aquellos de cinco mil pesetas morados que llevaban impresa la cara de Carlos III, porque mi abuela la tranquilizó diciéndole que aún podrían cambiárselos en el Banco de España. Lo que sí hicimos —y la señora Juliana accedió mostrando no sólo la confianza que mi abuela lograba transmitir sino su impronta de autoridad— fue llevarnos para casa el dinero en una bolsa de basura hasta que todo se tranquilizase. Cerramos la caja fuerte, la ocultamos de nuevo bajo el caballo lunático y nos marchamos dejando a la señora Juliana al lado del teléfono con la orden de marcar el número de la policía en cuanto pasaran quince minutos.
Debo confesar que en el trasvase de billetes de la caja a la bolsa, aproveché un descuido para hacerme con uno de aquellos apetitosos tacos. Para gastillos imprevistos, se entiende. Bajamos las escaleras y accedimos a nuestra vivienda como el que arriba al más deleitoso de los paraísos. Imposible concebir que sólo unas horas antes aún nos encontrábamos en el aeropuerto de Palma, pesarosa mi abuela de no haber podido visitar a su primo el cura y no haber podido comprar unas ensaimadas.
Tomasito, yo estoy que no puedo con mi alma. Me voy a la cama a echar una siestecita—exclamó agotada.
Yo también estoy hecho polvo, abueli. Aunque prefiero ver un rato la tele. Dame un beso.
Así lo hicimos. Pero arrellanado en el sofá y con el zumbido del televisor, no tardé ni cinco minutos en coger el sueño. Antes de cerrar los ojos, sentí mucho tráfico de gente subiendo las escaleras. El piso de la señora Juliana se iba a llenar de polis en un momento..