Los jueces (II)

Publicado el 13 diciembre 2011 por Romanas


¿Quis custodiet ipsos custodes? Que muy libremente se podría traducir por: ¿y quién juzga a los propios jueces?"El problema esencial fue planteado por Platón en la República, su obra sobre el gobierno y la moral. La sociedad perfecta, tal como la describe Sócrates, el personaje principal de la obra (véase diálogo socrático), se basa en obreros, esclavos y comerciantes. La clase guardiana está para proteger a la ciudad. La cuestión que se le presenta a Sócrates es «¿quién guardará a los guardianes?», o «¿quién nos protegerá de los protectores?». La respuesta de Platón a esta pregunta es que ellos se cuidarán a sí mismos. Afirma que se debe decirle a los guardianes una «mentira piadosa». Esta consistirá en hacerles creer que son mejores que aquellos a quienes prestan su servicio y que, por tanto, es su responsabilidad vigilar y proteger a los inferiores. Afirma que hay que inculcar en ellos una aversión por el poder o los privilegios, y ellos gobernarán porque creen que es justo que así sea, y no por ambición". (Wikipedia).Juro que no conocía estos textos cuando asistiendo, como uno de los invitados de honor, a una comida en la que los jueces de mi Región celebraban su día, en los discursos de sobremesa, dije que llegará un tiempo en que la gente se preguntará, tal como se hace ahora respecto a la esclavitud, que también fue admitida por sociedades supercivilizadas que hoy se consideran ejemplares, cómo es posible que haya habido una época en la que se permitiera a los hombres juzgarse coactiva e imperativamente unos a otros.Porque a mí, por lo menos, no me cabe en la cabeza que un hombre normal se atribuya, con cualquier título, la potestad de juzgar oficial y coactivamente la conducta de otros, siendo él mismo, el juez oficial, un ser tan débil y falible como aquel a quien él juzga.-Pero alguien tiene que juzgar porque, si no, la existencia de la propia sociedad sería imposible-se me dirá.He pasado 40 años de mi dilatada vida laboral, conviviendo 6 horas diarias con los jueces, he trabajado, pues, con ellos todos los día laborables, pero también he comido y vacado con ellos que han sido casi en su mayoría muy generosos conmigo, quiero decir que muchos de ellos incluso han llegado a ser buenos amigos míos. No tengo, por lo tanto, contra ellos nada personal, todo lo contrario, creo que son gente corriente, incluso si se me apura, buena gente, muy comprensiva de las debilidades humanas, como son todos esos sacerdotes que ejercen su función en los confesionarios católicos, pero nunca he comprendido cómo han podido experimentar esa irresistible vocación que les impulsa a juzgar a sus iguales, a sus semejantes. Y, otra vez, se me dirá:-Es que aquellos a quienes juzgan no son sus iguales, sus semejantes, porque han delinquido.-Sí, les respondo, pero eso es en los juicios penales, pero ¿y en los civiles, en aquellos en los que sólo se discute sobre la pertenencia de determinados derechos, cómo es posible que tengan el valor de aceptar la terrible responsabilidad de arruinar a alguien con su decisión, admitiendo la posibilidad de equivocarse?Hay, lo aseguro, porque lo he comprobado muchas veces y personalmente, algo eminentemente corruptor en el ejercicio de este poder, si lord Acton decía que el poder corrompe siempre y que el poder absoluto corrompe absolutamente, no hay en el mundo ningún poder más legalmente absoluto que el poder de los jueces.¿Entonces, tengo que relatar, aquí, uno por uno todos esos famosísimos casos en los que el poder judicial ha dictado, a sabiendas, resoluciones manifiestamente injustas, lo que los Códigos penales llaman unánimemente prevaricación?No lo voy a hacer porque, entre otras cosas, la tarea supera en mucho a mi tiempo y mis fuerzas, pero les aseguro que de cada 3 sentencias que se dictan en todos los tribunales del mundo, una, por lo menos, es injusta y los que las dictan lo saben.¿Por qué lo hacen entonces?Para obtener la respuesta, tenemos que regresar al principio: porque los jueces no son más que unos pobres hombres a los que una sociedad demente o esencialmente corrupta ha entregado la potestad de juzgar a otros hombres.