Moverse por los senderos de las emociones no es tan fácil como te lo pintan en esos libros de autoayuda tan de moda en estos tiempos que corren. Las emociones se distribuyen en un intrínseco laberinto del que no se puede salir. Dédalo construyó alas cera para sobrevolarlo y escapar de su propio laberinto de Creta, pero pagó el precio de perder a su hijo Ícaro por creer que era tan fácil como eso. Es cuestión de perspectiva, y desde fuera uno aprecia mejor las dimensiones, pero al mismo tiempo puede perder la noción de lo que está viendo. Los intrincados caminos a modo laberinto que se ven desde cielo de antiguas ciudades parecen mensajes de dioses extraterrestres, y así se creó un enigma que no eran más que canalizaciones de agua para abastecer la población. Y aún, no osbstante, creen algunos que son señales de otros seres venidos de más allá de las estrellas. O pongamos los cráteres misteriosos aparecidos en la tundra de Siberia. Sobrevolar el laberinto de las emociones no es que sea una buena idea, porque te llevará a creer en señales equívocas de pensamientos erróneos. El laberinto de las emociones no tiene salida porque se transforma y cambia casi constantemente y sólo podemos deambular por él buscando espacios abiertos que nos mantenga la idea de estar liberado, y ese es el camino de la felicidad, el constante movimiento hacia espacios libres de muros y paredes. Algunos tienen la idea de romper los muros que se acercan para mantener el espacio. Y funciona hasta que uno ya no tiene fuerzas para mantener ese espacio. Otros creen que los fuertes músculos de la juventud detendrá el avance de esas paredes. Pero el tiempo está ahí para enseñarte que nada es eterno. Los laberintos emocionales dan para historias interminables. Cada cual tiene su idea. Y las ideas son la fuerza que nos mueve por ese laberinto.