Hace muchos años, cuando empezaba a construirme lo que se llama "una biblioteca" (un empeño que en verdad creo no haber culminado nunca,
por más que mi casa esté tapizada de libros), me molestaba bastante que me pidieran algún libro en préstamo. Ya sabemos que hay pocas probabilidades de que ese libro regrese a tus manos. En efecto, muchos de esos libros prestados tan "a contracorazón", como dice la expresión francesa que mejor refleja una situación así (sientes la falta del libro como si de un ser querido se tratase), no los volví a ver jamás. Por supuesto, otros ocuparon su lugar. Pero, al contrario de lo que sucede con los hijos, uno no quiere a todos sus libros por igual. Están los favoritos -aquel libro que has releído tantas veces que ya forma parte de ti, ese otro que es tan bello que su presencia te enamora, o el pequeño y humilde que te inspira ternura precisamente por eso-, los despreciados -a veces porque su contenido te ha decepcionado; otras, porque te recuerdan un momento doloroso, o te los regaló alguien a quien ya no quieres; o, simplemente, porque la cubierta es feísima, el papel malo y la letra fea y chiquitaja, un horror-, y entre medio una gran masa de libros anodinos, en los que no piensas nunca, a no ser que alguna remota casualidad los traiga a primera línea. Quiero decir con esto que los libros, una vez pasan a ser tuyos, adquieren rápidamente cualidades humanas. Y me refiero al objeto libro en su totalidad: a su contenido, pero también a su apariencia física, a su autor tanto como al diseño tipográfico. Como las personas, los hay con un corazón de oro bajo una apariencia poco agraciada, junto a bellezas cautivadoras sin alma. Cuanto más tiempo han convivido contigo los libros, más responsable te sientes de ellos y más humanos te parecen. Son como amigos -a veces íntimos, a veces simples conocidos- a los que te has habituado a ver cada día.
Por eso cuesta tanto deshacerse de ellos -bueno, a veces has hecho un sacrificio y has prescindido de los más antipáticos, al fin y al cabo nunca te cayeron muy bien-, por más que las dobles filas o las pilas por los rincones te hagan la vida difícil. Aún peor, en el caso de los más amados incluso has llegado a pensar quién se hará cargo de ellos el día que faltes. Aunque la experiencia te dice que las bibliotecas se dispersan y el futuro de tus libros, cuando no estés para velar por ellos, se anuncia bastante negro. Por eso, porque me parece sentir el latido de sus corazoncitos, todos guardando fila en sus estantes, he tomado una decisión. Voy a sacarlos a pasear. La mayoría, pobrecillos, se pasan ahí los años, muertos de asco, sin que nadie les haga caso. Para uno que sale a veces de su agujero, a fin de ser releído o consultado, otros cientos languidecen sin que un alma los abra o los acaricie. Como todos los planes, tiene sus peligros: quién sabe si, una vez vean el mundo que hay más allá, querrán volver a mi biblioteca. Pero voy a arriesgarme. Ellos, los libros, lo merecen. Ya les contaré qué tal me va.
No, no es esto lo que tengo yo en mente...
[Continuará.]