Me gusta pensar que los libros que leemos se quedan con una parte de nosotros. Una frase subrayada, un pos it para evitar el lápiz que nunca se borrará, una esquina doblada, un marcapáginas olvidado, un nombre escrito en la primera página, el tíquet de un regalo, el perfume inconfundible de la chica a la que presté el libro.
Todos esos detalles son pistas para reconstruir un instante, un billete para viajar en el tiempo. Encontré por azar uno de estos billetes en un libro de la cuesta de Moyano, “Sociología”, de Leopold von Wiese. Lo editó Labor en 1928 y un día perteneció a Ignacio Aracil. Después se convirtió en un libro manuseado, esa palabra portuguesa que define tan bien a los libros de segunda mano.
Junto a su nombre común y su apellido inolvidable, Aracil escribió en la primera página del libro una fecha: IX-37 y dejó entre sus páginas un modesto marcapáginas: un billete morado de la SOCIEDAD MADRILEÑA DE TRANVÍAS INTERVENIDA POR EL ESTADO.
El tiempo ha convertido ese billete de 15 céntimos en un billete de valor incalculable, un frágil pedazo de papel repleto de preguntas: ¿Quién fue Ignacio Aracil? ¿Cómo era su vida en el Madrid de 1937? ¿Sobrevivió a la guerra? ¿Fue el último lector de este libro? ¿Cómo acabó aquel libro allí? Una batería de preguntas sin respuesta apretujadas en un pedazo de papel.
En las páginas de mis libros encuentro de vez en cuando una entrada de cine casi ilegible, un billete de metro con el precio en pesetas, una carta de un tiempo en el que el correo funcionaba sin electricidad… y con estos pedazos reconstruyo durante un momento un puzle incompleto del pasado, antes de volver a cerrar el libro con su tiempo manuseado. Un gesto nostálgico del que los lectores digitales estarán siempre a salvo.