La salud física del rey se corresponde, con más o menos “goteras”, a la de cualquier anciano que empieza a sufrir los achaques propios de la edad, aunque con la particularidad de que Su Majestad puede escoger los especialistas más prestigiosos para tratarse e incluso seleccionar el centro hospitalario que le ofrezca mayores garantías, sea público o privado, nacional o extranjero. Siendo su persona la que representa la cúspide de la estructura estatal, como Jefe de Estado, es comprensible que disfrute de tales privilegios, a pesar de que al común de los españoles se le recorten, de un tiempo a esta parte, prestaciones sanitarias y se le supriman derechos sociales. No todos somos iguales, diga lo que diga la Constitución, pero lo tenemos asumido.
Porque los males más graves del rey afectan no sólo a su persona –ya es la quinta intervención quirúrgica en menos de año y medio-, sino a la monarquía como institución, que se ve inmersa en un fuerte desprestigio entre los ciudadanos. Una mayoría de españoles recela de la necesidad de mantener una institución que no deja de generar escándalos por el comportamiento de algunos de sus miembros, incluido el propio rey con sus cacerías africanas y algunas amistades peligrosas, cuando no por esas investigaciones judiciales por presuntos delitos económicos de las que son objeto destacados miembros de su familia, como el llamado caso Nóos, que salpica a la infanta Cristina y tiene por principal imputado al esposo de ésta, Iñaki Urdangarín, yerno del rey.
Y es que, hasta que no se ha hecho evidente la pérdida imparable del prestigio de la Corona, ésta no ha emprendido un proceso de rectificación que dote de transparencia su funcionamiento –hasta cierto punto- y repare en lo posible una popularidad que apenas renueva aquella adhesión emocional que despertaba la Familia Real en el país. Una adhesión emotiva, más que una sincera convicción monárquica, que había impregnado a la monarquía del aprecio de su pueblo, considerándola como una de las instituciones más respetadas por los españoles, en tanto en cuanto supo responder con dignidad al chantaje que los golpistas de Tejero, Miláns de Bosch y Armada intentaron perpetrar contra la democracia en los prolegómenos de su instauración como forma de convivencia pacífica.
Que toda aquella aureola de intangibilidad y veneración se ha diluido a causa de los escándalos y las actitudes impropias germinados en el seno de la Casa Real, es más que evidente: es patente. No puede extrañar, por tanto, que ante el enésimo obstáculo con el que tropieza el rey, la gente haya reabierto el debate de su posible abdicación, como mal menor. Una abdicación que preserva a la monarquía mediante la sucesión perfectamente regulada en nuestro ordenamiento legal para coronar nuevo rey. Aunque la decisión de tal supuesto pertenezca en exclusiva a Su Majestad don Juan Carlos, quien ya ha asegurado que no piensa abdicar, la salud de la monarquía –que no la del monarca- obliga a considerar esta delicada cuestión cuanto antes.
Porque otra cosa es que, ante el cúmulo de acontecimientos que roen los cimientos de la institución, se corra el riesgo de provocar el cuestionamiento de lo que empieza aparecer anacrónico -una monarquía hereditaria poco acorde en sociedades democráticas- e ineficaz en los tiempos modernos -que exigen transparencia y sometimiento a la voluntad popular-. Ante este peligro, mucho más factible de lo que presumen los monárquicos, la solicitud de abdicación debería ser motivo de atenta reflexión. Es como la sugerencia o queja que un cliente eleva a una empresa para mantener su relación con ella. Si no le importara, no se preocuparía de avisar de ninguna irregularidad y dejaría de comprar.
Esta nueva intervención del rey, que interrumpe la campaña para mejorar su deteriorada imagen pública, puede aprovecharse, no sólo para combatir la infección bacteriana que aqueja su salud, sino también para tratar a la monarquía como institución con la renovación de un nuevo contrato con la sociedad española basado en la legitimidad democrática y la transparencia absoluta de su funcionamiento y financiación. Porque no son los españoles los que deben al rey el advenimiento de la democracia y la convivencia pacífica y plural, sino la monarquía la que debe a los españoles su fidelidad y aceptación social. Y ya es hora de corresponderles, antes de que opten por una república que responda a su soberana voluntad.