En contra de lo que se dice por ahí creo que un altísimo porcentaje de los seres humanos son mas buenos que malos.
Pero hoy no voy a hablar de los buenos, hoy voy a exorcizar unos cuantos demonios, si me lo permiten, y voy a hacer un poco de terapia aprovechándome de los malos.
He de decir que dentro de los malos hay categorías, por supuesto. Están, en la parte más baja de la pirámide, los cabroncillos, esos que de vez en cuando tiran la piedra y esconden la mano pero que, al final, hasta son capaces de reconocer que lo hacen y se arrepienten.
En el nivel intermedio hay malos que han llegado a tales, básicamente, porque no soportan ver felices a los demás. Tienen su corazoncito, ahí, en el fondo, pero amargar la vida de su entorno les satisface demasiado como para no practicar la clavadera de puñal simbólica algunas veces.
Y luego, en la cúspide, están los verdaderos hijos de puta. Estos son los que hoy me ocupan. Antes que nada debo aclarar que en unas cuantas décadas me he encontrado nada más que a dos elementos de tales características. Mis malos tienen una estrategia común: se ganan la confianza del bueno (que, reconozcámoslo, de bueno muchas veces es tonto) y dan una impresión falsa durante el tiempo necesario para, una vez llegado el momento preciso, comerle la mano, el brazo, el costado y el alma.
Los malos de los que hablo no empatizan porque son incapaces de contemplar nada más allá de ellos mismos y de sus intereses. Son, por supuesto, incapaces de amar a alguien más que a su persona y están especialmente dotados para, una vez logrado su objetivo, llevar al sujeto objeto de su maldad al pozo más negro usando recursos tales como la humillación, el chantaje emocional o el miedo.
Los miserables a los que me refiero no dudan en destruir a las personas que les quieren, si con ello obtienen un beneficio. No dudan, por ejemplo, en dejar morir solas a sus madres en coma haciendo acto de presencia en el momento en el que toca poner la mano a ver lo que cae o en llevar al límite, hasta la muerte si fuera preciso, a quien haga falta si con ello llenan más sus arcas (de dinero, de prestigio…, no todos ambicionan lo mismo). No dudan en utilizar a quienes los han llevado a donde están hasta que dejan de serles útiles. Entonces, sencillamente, los dejan a los pies de los caballos.
Sí señores, los canallas a los que aludo existen, doy fe. Afortunadamente hoy por hoy ninguno de ellos está en mi vida y les agradezco que me hayan enseñado a descubrir a sus colegas de maldad por si en un futuro, espero que no, me los encuentro.