Antes del viaje siempre estuvo el sueño. El deseo de descubrir un mundo nuevo, la ambición de conquistar una tierra llena de riquezas. No siempre, el deseo de conocer al otro. Casi nunca, la necesidad de comprenderlo. No había camino, sólo un océano inmenso. Como ciegos agarrados a su bastón, los marineros no perdían la línea de la costa. Circunnavegar África, es lo que hicieron los navegantes portugueses del siglo XV para llegar al Índico. Después, llegó el gran salto, el viaje hasta la India a través del océano por las autopistas invisibles del monzón.
Pocos historiadores, ninguno en España, han contado tan bien este viaje como Isabel Soler en ‘El nudo y la esfera’, uno de los mejores libros escritos en nuestro país en los últimos años. Mi edición tiene el lomo arrugado y está llena de líneas subrayadas hace ya 10 años. Entonces mezclé el estudio de Isabel Soler con las maravillosas ‘lusofonías’ del fotógrafo José Manuel Navia, retratos de la huella que aún queda del gran viaje portugués. Y completé aquel trabajo con una entrevista a Soler sobre ‘Los mares náufragos’, una historia de los viajes que nunca llegaron a su meta. Espero que os guste.
…una conversación con Isabel Soler
Pienso en la imagen clásica del náufrago y enseguida veo una isla tropical, con una playa paradisíaca y un sol radiante, y distingo a lo lejos la figura solitaria de Robinson Crusoe que se dirige hacia su mansión de madera. Me sorprende que Defoe fijase esta imagen del náufrago como un triunfador de la civilización tan sólo quince años antes de la publicación de la antología de Gomes de Brito, que si algo representa es la imposibilidad de mantener la civilización en el páramo desconocido y salvaje al que son arrojados los náufragos. ¿Barroco e Ilustración o realidad y ficción?
Pues yo creo que las dos cosas. De hecho, Taylor, el editor de Defoe, exigió que el nombre del autor no apareciera en el frontispicio de la obra para que así diera sensación de ser un relato “más verdadero” y se vendiese mejor al publicarse como unas memorias. Defoe se inspiró en la crónica que el capitán Rogers había escrito unos años antes sobre el rescate del marinero Alexander Selkirk, que había sobrevivido durante cuatro años en la isla de Juan Fernández. Este es el posible punto en común entre Robinson y los náufragos de Bernardo Gomes de Brito, y responde a la atracción del lector de cualquier época por la realidad y por la experiencia biográfica. Después, que un moderno burgués, gracias a su inteligencia y su voluntad, consiga sobrevivir 28 años sin ayuda de nadie, someter a la naturaleza y construir todo un mundo civilizado en el espacio incivilizado, eso es literatura, de la buena, pero literatura. Por otro lado, ‘Robinson Crusoe’ es la metáfora del hombre ilustrado, pero también de todo un imperio británico en expansión, y ahí ya no hay punto en común con los náufragos de la ‘História Trágico-Marítima’. En las crónicas de naufragios no hay símbolos ni metáforas, sino, sobre todo, aviso a navegantes.
Asimismo, tu pregunta lleva directamente al complejo debate sobre el género de la literatura de viajes: en la actualidad llamamos “literatura” a un inmenso conjunto de obras muy diversas que nunca, o muy pocas veces, fueron concebidas por sus autores como “literatura”; y ahí se establece otra distancia entre Defoe y los náufragos de las crónicas del XVI, aunque es cierto que, por su carácter divulgativo y por el efecto social que tenían, las crónicas contienen un componente de marcada voluntad literaria que busca la reacción psicológica en el lector.
“El náufrago es un héroe barroco que llora, sufre, reza, se desespera, un hombre expulsado del espacio y del tiempo”
El naufragio siempre es un acto brutal, pero la verdadera tragedia es la del superviviente, que se inicia el día después del hundimiento. Los náufragos se muestran incapaces de recrear la civilización pero al mismo tiempo toman la iniciativa de partir en su búsqueda, de adentrarse en una tierra desconocida.
Se daban naufragios en diferentes puntos difíciles de la carrera de indias, pero muchos en las costas de la actual Sudáfrica, antes de pasar el cabo de Buena Esperanza, unas costas muy escarpadas, sin posibilidad de refugio, sin agua ni alimentos, poco pobladas. Gran parte de las crónicas recogen esa circunstancia y revelan que difícilmente los supervivientes del naufragio podían mantenerse con vida allí durante mucho tiempo. Llevan cartas de marear o conocen por experiencia de otros viajes los diferentes puertos frecuentados por las naves occidentales, por lo que parece lógico que intenten llegar a esos puertos, aunque no sepan con exactitud dónde se encuentran. Muchos náufragos se quedaban en el lugar del naufragio, otros morían en el camino hacia el lugar conocido y sólo unos pocos, fuertes física y emocionalmente, conseguían llegar.
En “El nudo y la esfera” afirma que el náufrago rompe la imagen del héroe clásico y, sin embargo, el drama que protagoniza puede compararse a una tragedia griega. ¿Por qué?
Creo que no es tanto la imagen del héroe clásico como la imagen clásica del héroe. Se trata de textos que rebosan lucha heroica contra la adversidad, motivo de sobra conocido por el lector de la época, pero esa adversidad y esa desgracia son reales así como el protagonista del propio relato, y eso modifica el concepto de aventura. Ese aventurero que es el náufrago no es ya el héroe reconocible en las páginas literarias occidentales que se enfrenta y supera una adversidad predestinada, sino que es aquel que tiene que reaccionar ante la magnitud de lo imprevisto. La verdad y la realidad, por muy increíbles que sean, dominan el proceso de lectura y la impregnan de fatalismo, entre otras cosas, porque el lector sabe de antemano lo que va a leer: algo funesto, una desgracia, el relato de una aventura de la que los protagonistas no van a salir triunfantes.
Y en esa atmósfera fatídica creada por la realidad y la verdad intervienen elementos que participan en la ruptura del esquema clásico del héroe: el miedo, por ejemplo, o las conductas moralmente reprobables en situaciones límite, o el hecho de tener que asumir un destino sin que exista posibilidad de cambiarlo, o la conciencia de la falta de seguridad o de fragilidad o de serenidad, el desamparo, la pérdida de la esperanza. Todo eso hace del náufrago un héroe tremendamente barroco, que llora, sufre, grita, reza, se desespera; un héroe humano que inspira piedad y que necesita a Dios para que ponga orden en ese destino, en ese gran teatro del mundo, que él no puede gobernar. De ahí la necesidad de explicar el porqué de toda esa tragedia: el hombre ha de rendir cuentas por sus errores (la hamartía clásica, el pecado judeocristiano). La hybris y la némesis clásicas ocupan un lugar más en la historia de los actos de los hombres. Es una reflexión muy larga a la que dedico bastantes páginas en el libro porque me interesó mucho.
Dios está en todos los relatos. El náufrago necesita creer en su protección y siempre encuentra un fallo humano, producto de la ambición que lleva a sobrecargar la nave, a partir fuera de la temporada de buen tiempo o, sencillamente, a carecer de la suficiente preparación técnica. ¿El error se convierte en pecado porque el náufrago se siente incapaz de lograr salvarse sin la ayuda divina?
A la desgracia hay que llamarla de alguna manera, sobre todo cuando es tan incomprensible, o cuando la razón no puede explicarla. En esos casos, Dios tiene ahí, como siempre, un papel singular.
“Los que han conocido el infierno, sean naufragios o guerras, son irremediablemente transformados por esa experiencia”
¿Qué oculta el narrador del naufragio?
Pobre, no creo que tenga capacidad para ocultar nada. Al contrario, creo que su vida y sus actos quedan totalmente al descubierto.
Hambre y sed, fieras salvajes y hombres hostiles. El náufrago camina por un purgatorio, invoca la protección de Dios, se reconoce pecador y se muestra arrepentido. Pero, al mismo tiempo, ¿no supera esta dura prueba traicionándose a sí mismo?, ¿no se convierte en un salvaje en comparación no con quien era antes del naufragio sino con los nativos a los que desprecia y teme?
Creo que muy pocos hombres, en cualquier época, son capaces de sobrevivir en el caos. Y creo que los que han conocido el infierno, sean naufragios, guerras o desastres naturales, se ven irremediablemente transformados por esa experiencia. Al destino funesto también hay que llamarlo de algún modo, infierno o purgatorio, por ejemplo, y hay que justificarlo: se explica como castigo por los muchos pecados cometidos. Pero una vez asumido, el hombre, el náufrago, inicia el proceso de adaptación a ese nuevo espacio infernal, y el espacio lo transforma en un salvaje, hasta el punto de que es incapaz de reconocerse a sí mismo. No se reconoce ni física ni moralmente, ni siquiera puede compararse al que era antes, pero tampoco puede identificarse con el hombre natural de ese espacio inhóspito que recorre en su vagabundeo, los negros de las diferentes tribus que va encontrando. El náufrago es un hombre expulsado del espacio, y asimismo, del tiempo.
Yo creo que la clave está en la vida. Me explico: los siglos XV y XVI marcan el inicio de las eras viajeras occidentales (eras que culminan en el siglo XX con la llegada del hombre a la luna), los viajes fueron narrados de muy diversas maneras por los cronistas y generaron un corpus vastísimo que recogieron y estudiaron los historiadores. En la escuela, cuando éramos pequeños, y en la universidad, los que estudiamos historia y literatura, nos contaron eso, la historia, nos llenaron de fechas, de nombres, de recorridos en el mapa, nos llenaron de datos. Pero no nos contaron la vida. Las crónicas de naufragios no hablan de Vasco de Gama ni de Cristóbal Colón ni de Magallanes, hablan de las personas anónimas que llenaban los barcos, de gente que tenía su vida vinculada al mar, gente que emigraba o tenía negocios en otros continentes, los mismos que hoy se suben a un avión o a un autobús para empezar una nueva vida o para ver cómo va su negocio o simplemente van a probar suerte a otra parte. Las crónicas de naufragios del XVI cuentan el naufragio vital de entonces, la lucha por la vida y la muerte de entonces, pero ese naufragio no se aleja demasiado de muchas historias vitales de la actualidad. Y en España, tristemente, sabemos algo de eso.
“El náufrago de García Márquez podría ser cualquier superviviente de las naves portuguesas”
De los cinco relatos seleccionados, ¿cuál le parece más valioso?
Bernardo Gomes de Brito seleccionó doce (aunque su proyecto inicial era publicar una obra en cinco volúmenes, y la censura portuguesa apenas le permitió publicar uno) y reconozco que a mí me hubiera gustado editar los doce, pero creo que tanta desgracia hubiese sido excesiva. El primero, el de la pérdida del São João, me gusta mucho, con esa Dona Leonor tan digna y tan luchadora, capaz de “caminar como un hombre” días y días, pero me resulta excesivamente literario y casi adulterado, quizás porque muestra la muerte de personajes perfectamente identificables por la sociedad lisboeta y goesa de la época. De hecho, este relato sirvió de modelo genérico para el resto de las crónicas.
Pero mi preferido es el segundo, el que firma Manuel Mesquita Perestrelo: se da dos años después del de São João y en el mismo sitio —encuentran los restos del galeón, y por el camino hacia Mozambique, encuentran a varios supervivientes—, ofrece mucha información sobre las respuestas de la nave durante la tempestad y el naufragio, es muy meticuloso en registrar todas las soluciones que se van proponiendo y en su resultado, y cuenta con esmero todas las penalidades que van sufriendo a lo largo del camino; en eso es tan trepidante que no da respiro, y de párrafo en párrafo van aumentando las desgracias hasta un límite que no se puede imaginar. Perestrelo es frío en su relato pero emociona hasta las lágrimas cuando narra la muerte de su hermano y lo mucho que luchó para salvarlo, o cuando finalmente se salva. Recuerdo que cuando terminé la traducción de esta crónica —traducir obliga a una relación muy especial con lo que se está contando— lloré de alegría, y es que le veía la cara y le sabía el esfuerzo, lo había visto luchar meses y meses. He leído la crónica muchas veces. Me sigue emocionando.
‘Relato de un náufrago’, ‘Robinson Crusoe’, ‘El señor de las moscas’. Tres obras clásicas. ¿Cuál de ellas le parece más cercana a la realidad narrada en los textos de ‘Los mares náufragos’?
Sin duda, ‘Relato de un náufrago’. Es la que demuestra —no sólo porque es un relato real— que las crónicas de la ‘História Trágico-Marítima’ siguen estando vivas. El náufrago de García Márquez podría ser cualquier superviviente de las naves portuguesas.
Para el lector lisboeta del siglo XVI, estos relatos eran auténtica “literatura de consumo”. Para el lector dieciochesco, “un documento antropológico”. En las librerías del siglo XXI, su libro está colocado en la mesa de novedades de literatura. ¿Acierto o error?
Un acierto, un acierto (aunque me consta que en las mesas de novedades de las librerías los libros permanecen poco tiempo). No conozco a nadie que no se haya quedado impresionado por estos relatos y creo que vale la pena que el lector español los pueda leer. Si cuando los saquen de las novedades van a parar a la sección de literatura o de historia, eso es el sino de toda la literatura de viajes, nunca se sabe ni dónde ponerla ni dónde encontrarla.
‘El nudo y la esfera’. Isabel Soler. El Acantilado. Barcelona. 2003, 648 páginas. 30 euros.
‘Los mares náufragos’. Isabel Soler. El Acantilado. Barcelona, 2004, 288 páginas. 16 euros.
‘Derrota de Vasco de Gama‘. Isabel Soler. El Acantilado. Barcelona, 2012, 232 páginas, 20 euros.