La definición de la fecha de celebración (después de sucesivas postergaciones), la elección de la pareja de conductores, la designación del canal a cargo de la transmisión en vivo, la alta definición de una cobertura en definitiva autorreferencial son los cuatro grandes anzuelos de la edición que tendrá lugar esta noche en el Hotel Hilton. Por otra parte, es probable que la lluvia de domingo también favorezca la permanencia de los televidentes porteños frente a la pantalla chica.
Habrá que esperar a mañana lunes para acceder a las mediciones de un rating que varía según los años, o que los medios interpretan de manera bipolar: en 2007 acusaron menos de lo esperado; en 2008 le atribuyeron índices “de oro“; en 2009 usaron el adjetivo “pésimo“; en 2010 sugirieron un interesante repunte (por insistencia en el “pico de 30.4 puntos“). Si esta tendencia se mantiene, en 2011 debería producirse otro descenso que algunos explicarán con distintas hipótesis, centradas en el mal desempeño de Natalia Oreiro y/o Mike Amigorena, en la excesiva extensión de una ceremonia démodée, en el enfrentamiento entre los grandes medios y el Gobierno actual.
A lo mejor ésta sólo sea la generalización arbitraria de una impresión personal. Por eso vale preguntar si otros espectadores comparten la sensación de que la promoción de este evento catódico es cada vez más insostenible, y por lo tanto forzado. Si no resultan cada vez más reiterativas (e inconducentes) los ganchos de una premiación que desde la instancia de nominación les retacea protagonismo a la innovación, la sorpresa y el suspenso.
Difícilmente podamos sustraernos del todo, y por ejemplo evitar la costumbre de desearles una o varias estatuillas a nuestros candidatos favoritos: Peter Capusotto y sus videos, Para vestir santos, Ciega a citas, Contra las cuerdas, Lo que el tiempo nos dejó, Impostores. Pero que conste: con los años, quien suscribe añora cada vez más aquel 2008 en que Espectadores se permitió ignorar olímpicamente la entrega de los ¿devaluados? Martín Fierro.