En 1969 publicó Borges Elogio de la sombra. De este poemario merece rescatarse especialmente la pieza titulada The Unending Gift. En 1972 publicó el poemario titulado, magníficamente, El oro de los tigres. De éste podemos rescatar, sin temor, cuatro poemas: El amenazado, Tú, Al triste y Hengist quiere hombres (449 A.D.). En el prólogo de El oro de los tigres Borges, a sus 73 años, se definió como modernista:
Si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano.
THE UNENDING GIFT
Un pintor nos prometió un cuadro.
Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño.
Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos.
(Sólo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)
Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará.
Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo una cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de la casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y cualquier color y no atada a ninguno.
Existe de algún modo. Vivirá y crecerá como una música y estará conmigo hasta el fin. Gracias, Jorge Larco.
(También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal.)
EL AMENAZADO
Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
TÚ
Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible.
No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anteanoche soñaste.
Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones, el hombre que erigió la primer pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist, el arquero Einar Tamberskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson, el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo.
Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor.
Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.
Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.
Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.
AL TRISTE
Ahí está lo que fue: la terca espada
del sajón y su métrica de hierro,
los mares y las islas del destierro
del hijo de Laertes, la dorada
luna del persa y los sin fin jardines
de la filosofía y de la historia,
el oro sepulcral de la memoria
y en la sombra el olor de los jazmines.
Y nada de eso importa. El resignado
ejercicio del verso no te salva
ni las aguas del sueño ni la estrella
que en la arrasada noche olvida el alba.
Una sola mujer es tu cuidado,
igual a las demás, pero que es ella.
HENGIST QUIERE HOMBRES (449 A.D.)
Hengist quiere hombres. Acudirán de los confines de arena que se pierden en largos mares, de chozas llenas de humo, de tierras pobres, de hondos bosques de lobos, en cuyo centro indefinido está el Mal. Los labradores dejarán el arado y los pescadores las redes. Dejarán sus mujeres y sus hijos, porque el hombre sabe que en cualquier lugar de la noche puede hallarlas y hacerlos. Hengist el mercenario quiere hombres. Los quiere para debelar una isla que todavía no se llama Inglaterra. Le seguirán sumisos y crueles. Saben que siempre fue el primero en la batalla de hombres. Saben que una vez olvidó su deber de venganza y que le dieron una espada desnuda y que la espada hizo su obra. Atravesarán a remo los mares, sin brújula y sin mástil. Traerán espadas y broqueles, yelmos con la forma del jabalí, conjuros para que se multipliquen las mieses, vagas cosmogonías, fábulas de los hunos y de los godos. Conquistarán la tierra, pero nunca entrarán en las ciudades que Roma abandonó, porque son cosas demasiado complejas para su mente bárbara. Hengist los quiere para la victoria, para el saqueo, para la corrupción de la carne y para el olvido. Hengist los quiere (pero no lo sabe) para la fundación del mayor imperio, para que canten Shakespeare y Whitman, para que dominen el mar las naves de Nelson, para que Adán y Eva se alejen, tomados de la mano y silenciosos, del Paraíso que han perdido. Hengist los quiere (pero no lo sabrá) para que yo trace estas letras.
(c)María Kodama