Disfruté Los miserables y deje de hacerlo casi al instant y así varias veces. Todo eso paso en el trayecto del metraje, sin levantarme de la butaca, engolosinado con la brillante puesta en escena, aturdido por el mantra musical, convencido de estar asistiendo a un espectáculo grandioso, pero el corazón desoye a veces los rumores de los sentidos y se planta. Uno asimila Los miserables a poco de que empieza. La entiende y la respeta como obra literaria, se deja untar por la musicalidad de las piezas cantabiles, pero el corazón desoye el entendimiento y el respeto y te dice al oído un basta detrás de otro. De lo que te dan ganas es de leer la novela de Víctor Hugo o de encontrar alguna versión antigua, no cantada, que te restituye el aroma épico de la historia y que te rescinda de la obligación de sentirte conmovido por la majestuosidad de las canciones. Que lo son, no lo duden. Las hay para cada situación y las hay hermosas y las hay perturbadoras, aunque llega un momento en que de verdad que todo se viene abajo y ya no sabe uno (yo al menos no supe) si prestar atención a los efluvios melódicos (la música da la información que las palabras a veces no rinden) o a al agitado subtitulado que te va contando las cosas con el formato clásico, entiéndaseme, frases que dicen cosas, adjetivos que se aplican a un sustantivo y verbos que encienden el alma. Como yo soy un amante de los verbos, de los adjetivos y de las palabras que se inclinan y se estiran y hasta fornican entre ellas para alumbrar palabras nuevas, pedí sin ser escuchado que los intérpretes las declamaran. No entré del todo (si bien el juego no me resultó, contrariamente a lo que pensaba, desagradable) en la fórmula del musical. Solo lo entendí en tramos. Debe ser que me falta educación para eso al modo en que a otros les falta para cosas que yo entiendo, valoro y estimo en grado supremo. A falta de la empatía que este tipo de cine precisa, disfruté (como digo) más de lo que presumía disfrutar. De hecho hubo piezas que me emocionaron. Las otras, las que me parecieron carne de artificio, aditamento innecesario, zapato que no calza con el pie de la trama, las pasé con cierta resignación, a la espera de que un golpe de efecto me hiciera renacer.
Lo malo de querer contentar a todo el mundo es que es posible que no se contente a nadie. Lo malo de tener un Oscar de Hollywood (Tom Hooper, el primerizo Hooper, tiene uno, inmerecido, por El discurso del rey) es que debes convertir un producto mainstream en una delicada obra de arte. Y casi creí que la cinta merecía ese rango cuando contemplé (muy sobrecogido, confieso) el rutilante inicio, la mayúscula puesta en escena del trabajo carcelario del preso Jean Valjean (muy creíble en la piel de un soberbio Hugh Jackman) o cuando Hooper, osado como pocos, se atreve a poner la cámara a ras de piel, devorando al protagonista y extrayendo de él matices profundos de unos papeles que luego, conforme la cinta avanza, descarrilan en el torrente de voces, en toda la maquinaria vocal de la historia, que lo anega y lo impregna todo.El festín melómano diluye el atracón narrativo, lo aplaza, lo acomoda al baile de números de modo quien sale afectada es la crónica limpia de los hechos. Hooper encorseta en demasía la función: se conjura a hacer un gran musical, pero deja de lado la sencilla entrega de una película. Quizá lo que falle sea el formato en sí. Los miserables la adorarán los apasionados del musical, y éste lo es de forma arrebatadora. Saldrán decepcionados quienes (como yo) no tengan a ese género como favorito o incluso (sigue siendo mi caso) lo aborrezcan y no sepan entrar en materia y se distraigan a poco que el protagonista, en mitad de una refriega de disparos o en una cama donde yace un moribundo, afina la voz y canta. Toda esa infatigable vocación operística, que en el teatro puede ser maravillosa, queda ambigua en el cine, en la pantalla grande. Lo extraordinario de la función teatral es su calidez. Perdido eso en la sala de cine, nos queda una ópera grandilocuente, que avanza como una locomotora, arrasando la perplejidad del espectador, arrumbándolo a un lugar muy pequeño desde donde observa una historia muy grande contada con unos instrumentos maravillosos, a saber, excelente música, maravillosos actores y (sobre todo) kilométrica pasta. Con todo, a pesar de las raspaduras en la epidermis, pensando en que quizá no vuelva a verla nunca, ha merecido la pena pagar los cinco euros y medio (era miércoles, día del pobre) por ver a Javert, a Valjean, a Fantine, a Cosette, a Marius y a todos esos personajes inmortales. Lo son, no lo duden. Me quedo con Grease, aunque tenía catorce o quince años y no estaba tan contaminado como estoy hoy. Danny Zucko y Sandy Olsson también son inmortales en mi corazón.