Al regresar del viaje de San Francisco pensé que me apetecía volver a leer con más frecuencia a escritores norteamericanos y empecé a anotar mentalmente nombres: me gustaría retomar, por ejemplo, a Philip Roth y a Richard Ford, y leer a autores de esa generación o anteriores, como John Updike o Thomas Wolfe, a los que nunca leí (y quizás no estaría mal algo de los beatniks). Pero también me di cuenta de que ya existe una nueva generación de autores norteamericanos, nacidos en los 60, que desconozco. Y entonces comencé a anotar nombres como Jonathan Lethem, Michael Chabon, David Foster Wallace o Dave Eggers. (Se admiten sugerencias sobre esta nueva generación).
Un viernes hojeé libros en Tipos infames, la librería-bar de Malasaña, y me apeteció algo de Chabon y de Lethem, pero decidí no comprar nada y buscar información en Internet sobre cuáles eran sus mejores libros. Cuando tuve esta información consideré también que debería volver a usar más las bibliotecas públicas, por un tema económico pero sobre todo de espacio: si sigo comprando libros al ritmo actual en unos pocos años no me van a caber en casa. Y así, el viernes siguiente al de la hojeada de libros en Tipos Infames, tomé Sainz de Baranda y bajé la cuesta de Doctor Esquerdo para acercarme a la biblioteca de Retiro.
No tenían La fortaleza de la soledad de Jonathan Lethem, que posiblemente era el que más me apetecía leer. Y estuve debatiéndome entre algunos de los libros de ensayos de Foster Wallace y los de Michael Chabon. Y de este último, no estaba seguro si lanzarme directamente a su novela Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, que se supone que es su obra maestra, por la que le dieron el premio Pulitzer de 2001, o empezar con sus obras anteriores.
Al final me pudieron dos cosas, la disponibilidad de la biblioteca y la curiosidad. Así que acabé sacando tres libros de Michael Chabon (Washington D.C., 1964): Los misterios de Pittsburgh, su primera novela de 1988, Chicos prodigiosos, su segunda novela publicada (en 1997), y Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, su mejor obra (según lo que leo en Internet), publicada en 2001.
Me atrajo la idea de acercarme a Los misterios de Pittsburgh por las siguientes palabras leídas en la wikipedia (ver AQUÍ): “Su primera novela, titulada Los misterios de Pittsburg, la escribió con motivo de su tesis en la UC, Irvine. Cuando la leyó su profesor, el también escritor MacDonald Harris, la envió a un agente literario, quien le propuso editarla ofreciéndole la poco frecuente suma de 115.000 dólares como adelanto. Los misterios de Pittsburgh se publicó en 1988, y rápidamente se convirtió en un best-seller en Estados Unidos, convirtiendo a Chabon en una celebridad literaria en su país. Su rápida popularidad le reportó una oferta para protagonizar un anuncio publicitario de las tiendas de moda Gap y su inclusión en la lista de las cincuenta personas más atractivas que elabora la revista People, negándose a participar en ambas propuestas”. En realidad creo que algo así sólo le puede pasar a un escritor de 24 años en un país como Estados Unidos y en ningún otro lugar del mundo, y me imagino que además se corresponde con una época pasada –1988–, un tiempo en el que aún no existe Internet y los escritores en un país opulento como Estados Unidos aún tenían un peso social importante. ¿Se imagina alguien la misma situación en España?
Así que Los misterios de Pittsburgh está escrito por un chico de 22 o 23 años que aún está en la universidad, y lo cierto es que su brillante primer párrafo invita a seguir leyendo: “A comienzos del verano comí con mi padre, el gánster, que el fin de semana había venido a la ciudad para concretar alguno de sus vagos negocios. Acabábamos de atravesar un período de silencio e inquina: un año que yo había pasado enamorado de una chica frágil y extraña con la cual compartía el apartamento, y a quien él, de sólo verla, había detestado con una sinceridad y una furia que no le eran usuales. Pero hacía un mes que Claire se había mudado. Ni mi padre ni yo sabíamos qué hacer con nuestra libertad”.
La acción se sitúa en la ciudad de Pittsburgh (lógicamente) a principios de los años 80 (posiblemente 1981), y todo transcurre durante un verano, el verano del último año de universidad del narrador, Art Bechstein. Aunque la historia parece muy cercana al tiempo narrado, como si Bechstein nos hablara desde el presente de su verano, por algunas indicaciones del texto descubriremos que en realidad todo es una evocación desde la edad adulta de ese momento crucial en la vida del protagonista. Por ejemplo, leemos en la página 163: “Fuimos hasta la gran BMW negra, dejando en la cerca dos bultos del tamaño de un puño cada uno. Aún hoy es posible distinguirlos a cincuenta metros de distancia”. Y este “aún hoy” nos hace descubrir que el tiempo narrativo es posterior a lo narrado, algo que quedará claro al final de la novela.
En su último verano como estudiante Bechstein conoce a nuevos amigos: al sofisticado y atractivo homosexual Arthur, que le llevará a lujosas fiestas, y que le acercará a Phlox, la chica con la que trabaja en la biblioteca de la universidad; con esta última Bechstein comenzará una relación, aunque también se siente atraído por una de las bellas amigas de Arthur, Jane, que a su vez mantiene una relación con Cleveland, quien se convertirá también en amigo de Bechstein.
La novela tiene mucho sentido del ritmo, su lenguaje es desenfadado, pero en ningún caso el joven Chabon escribe con descuido; como es habitual en la narrativa norteamericana su dibujo de escenas es rápido, preciso y vitalista. Los diálogos abundan, y como se podría esperar de un nuevo narrador de la realidad de los años 80 hay drogas, alcohol, música... pero estos temas no son dominantes en la obra, que avanza inexorablemente hasta hacer descubrir a Bechstein su lugar en el mundo: en algún momento va a tener que elegir entre su relación con Phlox o su nueva relación con Arthur, es decir, habrá de averiguar si es heterosexual u homosexual y también tendrá que aclarar cuál es su verdadera relación con su padre, el contable de los mafiosos. A veces el estilo norteamericano comentado –las escenas precisas, el potente ritmo narrativo, las apreciaciones incisivas sobre los personajes– es tan genuino y característico que tenía la impresión al leer el libro de que si esta novela estuviese escrita por David Leavitt o Richard Ford yo la leería con la misma naturalidad intercambiable que la leo pensando que es de Michael Chabon.
En gran medida Los misterios de Pittsburgh es una novela sobre la impostura. Arthur, el joven refinado, proviene de un entorno social mucho más humilde del que pretende hacer creer a los demás; y por el contrario Cleveland, el rebelde pendenciero de la moto, el alcohólico y posible delincuente juvenil, sí que procede de una familia adinerada.
Me gusta cómo Chabon consigue que la relación de Bechstein con Cleveland (quien querrá que el primero le ayude y le presente a su padre para subir en la organización mafiosa de la que él es un simple peón) hará que aflore la verdadera relación de Bechstein con su padre. Y así, Chabon conduce a Bechstein desde las más ricas mansiones de Pittsburgh, que Arthur se encarga de cuidar mientras sus dueños están de vacaciones, hasta las casas más miserables, donde Cleveland recauda los intereses de préstamos ilegales.
Hay un detalle que me parece tan ingenuo como encantador en la novela: todos los personajes respetan y se sienten atraídos por la literatura: Bechstein cita a Tolstoi al narrar, Phlox cita a autores franceses, a Arthur le encantan los autores hispanoamericanos como Manuel Puig o García Márquez, a los que lee en su idioma original, y el rebelde Cleveland esconde entre la ropa un libro de relatos de Edgar Allan Poe y en el pasado quiso ser escritor.
Quizás me ha parecido que la disyuntiva que Chabon propone para Bechstein al tener que hacerle elegir drásticamente entre Phlox y Arthur –entre su heterosexualidad o su homosexualidad– es un tanto brusca, o que el final trágico de Cleveland es bastante melodramático. Pero sin ser Los misterios de Pittsburgh una de las obras maestras de la narrativa norteamericana, sí que es una novela solvente, de lectura amena; y si tenemos en cuenta el hecho extraliterario de que está escrita por alguien de 22 o 23 años hace de Michael Chabon un autor realmente prometedor, del que ya llevo por la mitad su segunda novela, Chicos prodigiosos, que ya sé que es superior a su primera obra, y de la que hablaré la semana que viene.