Lo primero que hay que remarcar es que, evidentemente, algunas personas no votarán debido a una falta de interés por la política, pero la abstención consciente y crítica tiene alto un grado de sentido. La premisa es clara y sencilla: si no se está de acuerdo con el sistema se decide no participar en él. A este pensamiento se le contrapone otro que defiende que el sistema se puede cambiar votando. ¿Realmente es así? Aunque no sea indiferente el partido que gobierne, cualquier formación política que concurra a unos comicios difícilmente transformará el sistema. Esta afirmación se explica porque ningún actor busca que el sistema, del cual forma parte, sufra modificaciones sustanciales, debido a que éstas pueden empeorar su situación o, incluso, dejarles fuera. Para estos actores la certeza es lo más deseable.
Este hecho no significa que un partido no pudiera tener, en sus inicios, un considerable potencial revolucionario-transformador, sin embargo una vez ingresa en el sistema dicho potencial queda desactivado. ¿Cómo? Mediante un complejo sistema de subvenciones que liga al partido (y sus miembros dirigentes) con el Estado, al mismo tiempo que el siempre atractivo ejercicio del poder por una minoría, sumado a sus privilegios (sueldos, pensiones, aforamientos, etc.) diseña una identidad de clase (política), que perpetúa la histórica dicotomía gobernantes-gobernados. Bajo estas condiciones, la clase política se aleja de la ciudadanía, aflorando intereses cada vez más contrapuestos. En este entramado, aunque cada partido sostenga un relato distinto, resulta casi imposible que aquella doctrina socialdemócrata de “cambiar el sistema desde dentro” se cumpla. Tanto es así que llevan más de 100 años intentándolo. En consecuencia, no solo es que el voto difícilmente cambie el sistema, sino que además curiosamente también lo refuerza. ¿Por qué? Es una cuestión de observar de dónde obtiene la legitimidad un sistema que no prevé referéndums vinculantes y cuyas ILP´s tienen un reducidísimo campo de acción. De acuerdo con esto, su legitimidad descansa, exclusivamente, sobre el número de personas que participan en el único proceso político del que pueden formar parte. Este proceso (las elecciones) es muy limitado, puesto que se reduce a escoger una lista de entre las que previamente han sido elaboradas por las cúpulas de los partidos. De esta manera, en cada uno de estos procedimientos subyace, en realidad, un plebiscito de aceptación o rechazo al régimen. De modo que, mientras la abstención no sobrepase un cierto porcentaje, pudiéndose ser éste un 50%, el régimen interpreta que la ciudadanía lo apoya. Además, cabe destacar que la codiciada mayoría absoluta del Congreso no tendrá la misma fuerza si se consigue en unas elecciones en las que ha votado, por ejemplo, el 60% del electorado en vez de un 80%. Por esas razones, la clase política al completo reproduce, sin discrepancia alguna, el típico mensaje de: “votad al partido que sea, ¡pero votad!”. En realidad, la propaganda pro sistema siempre ha ido en esa dirección, intentando en ocasiones hacer parecer a la abstención algo moralmente cuestionable. De esta manera, surgen mitos como aquel que esgrime que “el que no vota no tiene derecho a quejarse”. Si se siguiera este razonamiento la población tampoco podría protestar ante la aprobación de una ley, dado que no tuvo ocasión de votarla. Así que, no es la participación en algo lo que otorga el derecho a quejarse (de ser así se terminarían los debates sobre deportes), sino la pertenencia a una sociedad. Pese a todo lo dicho, el voto es una opción muy personal y debe ejercerse en conciencia, porque es sumamente difícil saber a qué partidos beneficiará o perjudicará el sentido del voto de una persona.Volver a la sección de opinión