Tenemos los muertos que nos merecemos. Los hay que se nos incrustan más adentro y salen con dificultad, pero no hay ninguno que se quede dentro. Hablo de los muertos ajenos, muertos con los que no hemos paseado las calles de nuestro pueblo, ni sentado en una terraza de bar. Ni siquiera muertos a los que dar los buenos días. Lo habitual de toda esta pandemia de muertos en las playas y en los trenes es que agiten la conciencia, pero la conciencia es un estado tan etéreo, de tan inconsistente asiento en la realidad, que termina sustituyendo una tragedia por otra, confundiendo unas lágrimas con otras, dejando que las noticias lo impregnen y surtan de todos esos afectos invisibles que uno a veces tiene con la humanidad que no conoce, con los ciudadanos de los países a los que no irá nunca, de los que no saben nada, con quienes no tomará jamás café en las terrazas ni paseará los parques. Duele, no obstante, que seamos sensibles de esta manera tan aleatoria. Nos sobrecogen los ahogados, pero son ahogados sirios, no hay ningún de Aragón o de mi calle. Todavía persiste esa vecindad de los muertos cuando se estrella un avión, se hunde un barco o unos terroristas vuelan un hotel. Con tal de que no haya nadie de mi barrio, con tal de que ninguno hable mi idioma y vea los mismos canales de televisión que yo, todo entra en una normalidad sobrellevable. Duele que haya niños. No deberían estar en esos juegos crueles de sus padres. Ninguno tendría que pedir refugio. La infancia es lo único sagrado que hay en este mundo. Todas las políticas del mundo, las de más acendrado progreso y las que se orientan a adquirirlo, deberían proteger a los niños, evitar que sus caras estén sucias. Duele que los que se arraciman en las estaciones, esperando que un tren les lleve al norte, al paraíso de los ricos, crean que el mismo tren sea ya un hogar, un techo fiable, una esperanza válida, un paraíso improvisado y cálido. Yo creo que hasta saben que se les miente, pero la fe los conforma, los mantiene a salvo del caos. No son muy distintos a los que no tenemos que librar una batalla con el mar o ocupar una plaza en un tren para sobrevivir. Nuestras inconveniencias son otras y son las mismas. Crédulos cuando hace falta, todos creemos que todo irá mejor. Caso de que, rezando, alguien nos pregunte sobre el dios al que nos inclinamos, diremos que ninguno en particular, al que buenamente pase por ahí y escuche. Incluso cabe la posibilidad de que, no pasando ninguno, la plegaria sea atendido. El azar funciona así, la vida tiene esos mecanismos invisibles de compensación y hay ocasiones en que nivela el mal que hizo con bondades que se le van ocurriendo. Yo quiero pensar que el niño sirio ahogado, el de las fotografías que han ocasionado tanto revuelo y tanto pudor, sirva para algo. Luego cae uno en la cuenta de que pensar no vale para nada salvo para asumir la inutilidad de lo pensado. Los muertos de los demás, los sirios y los nigerianos, los de las guerras que no vemos y los de las portadas de los diarios, no son nuestros, nunca lo van a ser, y mientras no los sintamos nuestros, seguirán alfombrando las playas turcas o las de Sicilia. Cerrando el capítulo de dolores, duele también que los medios de comunicación se froten las manos (lo hacen, claro que lo hacen) cuando la realidad les escribe los guiones y la crudeza de las líneas, con lo morbosos que somos los humanos, fideliza las audiencias y hace que los anunciantes de viajes y de colonias caras y de coches de élite les patrocinen los programas. La vida en la frontera no espera, como decía Auserón en sus buenos viejos tiempos. La tierra de promisión no entiende de razas, no, pero habría que dejar que entren, sí, pero sin que ese acto de pura bondad, el de abrirles las puertas, el de aceptar que nos acompañen en el viaje, desatienda el cuidado de que respeten las normas con las que hemos construido el mundo en el que vivimos. En ese respeto, en esa voluntad de acatar las normas básicas de convivencia, normalmente constitucionales, de acuerdo común entre iguales, es en donde la casa es de todos. Y creo que ahí es en donde los gobiernos, más allá de que Rajoy escenifique con Cameron un photoshop de fin de semana, deben remangarse y buscar la dirección idónea para que la barca, otra barca, avance y no se hunda. Y no hablo del peso.
Tenemos los muertos que nos merecemos. Los hay que se nos incrustan más adentro y salen con dificultad, pero no hay ninguno que se quede dentro. Hablo de los muertos ajenos, muertos con los que no hemos paseado las calles de nuestro pueblo, ni sentado en una terraza de bar. Ni siquiera muertos a los que dar los buenos días. Lo habitual de toda esta pandemia de muertos en las playas y en los trenes es que agiten la conciencia, pero la conciencia es un estado tan etéreo, de tan inconsistente asiento en la realidad, que termina sustituyendo una tragedia por otra, confundiendo unas lágrimas con otras, dejando que las noticias lo impregnen y surtan de todos esos afectos invisibles que uno a veces tiene con la humanidad que no conoce, con los ciudadanos de los países a los que no irá nunca, de los que no saben nada, con quienes no tomará jamás café en las terrazas ni paseará los parques. Duele, no obstante, que seamos sensibles de esta manera tan aleatoria. Nos sobrecogen los ahogados, pero son ahogados sirios, no hay ningún de Aragón o de mi calle. Todavía persiste esa vecindad de los muertos cuando se estrella un avión, se hunde un barco o unos terroristas vuelan un hotel. Con tal de que no haya nadie de mi barrio, con tal de que ninguno hable mi idioma y vea los mismos canales de televisión que yo, todo entra en una normalidad sobrellevable. Duele que haya niños. No deberían estar en esos juegos crueles de sus padres. Ninguno tendría que pedir refugio. La infancia es lo único sagrado que hay en este mundo. Todas las políticas del mundo, las de más acendrado progreso y las que se orientan a adquirirlo, deberían proteger a los niños, evitar que sus caras estén sucias. Duele que los que se arraciman en las estaciones, esperando que un tren les lleve al norte, al paraíso de los ricos, crean que el mismo tren sea ya un hogar, un techo fiable, una esperanza válida, un paraíso improvisado y cálido. Yo creo que hasta saben que se les miente, pero la fe los conforma, los mantiene a salvo del caos. No son muy distintos a los que no tenemos que librar una batalla con el mar o ocupar una plaza en un tren para sobrevivir. Nuestras inconveniencias son otras y son las mismas. Crédulos cuando hace falta, todos creemos que todo irá mejor. Caso de que, rezando, alguien nos pregunte sobre el dios al que nos inclinamos, diremos que ninguno en particular, al que buenamente pase por ahí y escuche. Incluso cabe la posibilidad de que, no pasando ninguno, la plegaria sea atendido. El azar funciona así, la vida tiene esos mecanismos invisibles de compensación y hay ocasiones en que nivela el mal que hizo con bondades que se le van ocurriendo. Yo quiero pensar que el niño sirio ahogado, el de las fotografías que han ocasionado tanto revuelo y tanto pudor, sirva para algo. Luego cae uno en la cuenta de que pensar no vale para nada salvo para asumir la inutilidad de lo pensado. Los muertos de los demás, los sirios y los nigerianos, los de las guerras que no vemos y los de las portadas de los diarios, no son nuestros, nunca lo van a ser, y mientras no los sintamos nuestros, seguirán alfombrando las playas turcas o las de Sicilia. Cerrando el capítulo de dolores, duele también que los medios de comunicación se froten las manos (lo hacen, claro que lo hacen) cuando la realidad les escribe los guiones y la crudeza de las líneas, con lo morbosos que somos los humanos, fideliza las audiencias y hace que los anunciantes de viajes y de colonias caras y de coches de élite les patrocinen los programas. La vida en la frontera no espera, como decía Auserón en sus buenos viejos tiempos. La tierra de promisión no entiende de razas, no, pero habría que dejar que entren, sí, pero sin que ese acto de pura bondad, el de abrirles las puertas, el de aceptar que nos acompañen en el viaje, desatienda el cuidado de que respeten las normas con las que hemos construido el mundo en el que vivimos. En ese respeto, en esa voluntad de acatar las normas básicas de convivencia, normalmente constitucionales, de acuerdo común entre iguales, es en donde la casa es de todos. Y creo que ahí es en donde los gobiernos, más allá de que Rajoy escenifique con Cameron un photoshop de fin de semana, deben remangarse y buscar la dirección idónea para que la barca, otra barca, avance y no se hunda. Y no hablo del peso.