Una vez en tierra, la espera en el aeropuerto no se demora demasiado y la llegada de Peter descendiendo de uno de esos anacrónicos taxis negros que pueblan las calles del Reino Unido, empieza a convertir en cálido un día gris, típicamente irlandés.
Nuestro anfitrión es un hombre de fuerte complexión y de baja estatura que irradia vitalidad y calidez, y su presencia, desde el principio, anticipa una jornada muy interesante.
Llegamos a Belfast en una escala de cinco horas después de pasar varios días por tierras inglesas y, aprovechando un servicio de vehículos con conductor, vamos a intentar adentrarnos levemente en el conflicto que durante tantos años ha asolado estas tierras.
Para los que rondamos los cincuenta, el problema de Irlanda del Norte forma parte de nuestra historia personal, es inevitable pensar en las calles del Ulster y no reconocerlas en las imágenes que durante décadas llenaban los informativos de televisión. Nombres como Londonderry o Belfast nos resultan familiares y tener la oportunidad de estar aquí, aunque sea de forma tan efímera, he de reconocer que despierta en mí cierta inquietud.
Como testigo directo de la problemática que durante las últimas décadas se ha vivido en tierras vascas, la idea preconcebida con la que llego a Belfast es la de que nos vamos a encontrar con una situación similar a la que llenó de dolor durante tantos años Euskadi.
Pero Peter pronto se encargará de advertirnos que esa idea desaparecerá en cuanto conozcamos los escenarios del conflicto irlandés y nos impregnemos del ambiente que aún hoy se respira en los barrios del extrarradio de la ciudad. Las mismas calles en las que en aquel lejano verano de 1969 estallaron los “troubles” y los mismos barrios en los que sus ciudadanos siguen viviendo protegidos por muros y grandes portones que increíblemente en agosto de 2016 siguen cerrándose cada día al anochecer.
Excepto en estas zonas, Belfast hoy es una ciudad viva, abierta, que intenta dejar su negro pasado atrás y donde la mayoría de sus 270.000 habitantes han decidido avanzar juntos.
Ese es el mensaje que antes que nada quiere transmitirnos Peter y, por eso, la primera parada que hacemos en nuestro trayecto es frente a unos de los lugares que más ha servido de revulsivo en los últimos tiempos a esta ciudad. El imponente pabellón de la Experiencia Titanic que desde hace algo más de cuatro años se ha convertido en el epicentro del nuevo Belfast que intenta atraer la atención del turismo.
Hoy no entraremos pero la vista del pabellón y la historia que lo rodea bien vale esta parada. Muy cerca de donde un día vio la luz el legendario transatlántico y su hermano el Olympic, permanece atracado el Nomadic, testigo de aquellos días de gloria, fue uno de los barcos que sirvieron para transportar a los pasajeros del fatídico viaje desde el muelle al Titanic y posteriormente, entre otras actividades, fue utilizado para el transporte de tropas, participando en escenarios tan legendarios como el Desembarco de Normandía.
Al fondo de donde se construyeron un día aquellos majestuosos ingenios flotantes, se alzan los pabellones donde hoy se ruedan míticas series cinematográficas como “Juego de tronos”. La decadencia de la industria naval, que en el pasado fue una importante fuente de riqueza para estas tierras, ha dado paso a la magia de la industria cinematográfica.
Cuando reanudamos nuestro camino bajo la fina y persistente lluvia irlandesa que nos recuerda tanto al txirimiri vasco, Peter nos va poniendo en antecedentes sobre los sucesos que llevaron a una ruptura total entre dos comunidades que, hasta entonces, no sin tensiones, habían convivido de una manera razonable.
La situación de la comunidad católica de origen irlandés que quedó en la zona británica, después de que el resto de la isla consiguiera su independencia, siempre fue de franca discriminación y la legislación en los años sesenta seguía perjudicándoles en materias como el empleo, la vivienda o el derecho al voto. Fue durante una marcha en Derry a finales de 1968 cuando se produjeron los primeros incidentes graves al ser reprimida violentamente por las autoridades locales. A partir de ahí y hasta el verano de 1969, los enfrentamientos entre miembros de organizaciones católicas y protestantes se sucedieron esporádicamente.
El 2 de agosto de 1969, con la celebración de los desfiles orangistas que todos los años celebran los protestantes en recuerdo y homenaje a Guillermo III, su “Rey Billy”, Príncipe de Orange y Rey de Inglaterra e Irlanda desde el 13 de febrero de 1689 y Escocia desde el 11 de abril de 1689 hasta su muerte en 1702, todo se agravó cuando una muchedumbre de protestantes intentó entrar en el área de las viviendas católicas en un barrio de Belfast, provocando importantes disturbios.
La tensión siguió en ascenso y la situación fue imparable. En Derry, entre el 12 y el 15 de agosto, estalló una auténtica batalla campal conocida como la batalla de Bogside en la que la policía se enfrentó duramente con los católicos mayoritarios en esa zona.
Pero los sucesos más violentos se produjeron en Belfast, donde los católicos eran una minoría. Cuando estallaron los disturbios las piedras dieron paso a los cócteles molotov y, posteriormente, a los disparos. Las autoridades inglesas, incapaces de controlar la situación, sacaron a la calle vehículos blindados armados con ametralladoras y, progresivamente, aumentó el número de víctimas y la destrucción de viviendas y locales comerciales.
El 17 de agosto los disturbios fueron sofocados finalmente, tras de sí habían dejado un rastro de 8 muertos y un millar de heridos, casi dos millares de familias perdieron sus casas, bien porque habían sido quemadas bien porque mediante intimidaciones les obligaron a abandonarlas. Además, cerca de 300 comercios fueron destruidos donde un 80% fueron propiedades de católicos. A partir de entonces, ya nada volvió a ser igual, el ejército inglés se desplegó por los barrios y aquel verano comenzó abiertamente “el conflicto de Irlanda del norte”.
En ambos bandos se formaron grupos paramilitares, el más famoso por su actividad por parte de los católicos irlandeses, el IRA Provisional, fundado en diciembre de ese año. En el lado Unionista, la Ulster Volunteer Force, que ya existía, se volvió más activa y en 1971 se formó otro grupo paramilitar, la Ulster Defence Association (UDA).
Durante treinta años el conflicto dejó más de 3.500 muertos y las armas no callaron de forma generalizada hasta que, en 1998 se llegó al llamado “Acuerdo de Viernes Santo”, firmado en Belfast y aceptado por el gobierno británico e irlandés y por la mayoría de los partidos políticos norirlandeses.
Con una idea más clara de la situación que se respira en la tierra de la que hoy somos efímeros huéspedes, nos adentramos con Peter en uno de esos barrios en los que un día saltó la chispa en el verano del 69.
La primera impresión es que, lejos de parecer que la tensión ha desaparecido, la profusión de símbolos identitarios con multitud de casas engalanadas con banderas británicas e inmensos murales dedicados a la corona inglesa y homenajeando a los “héroes y mártires” de la causa unionista, deja claro que la reivindicación que, desde mi punto de vista, es más una provocación, sigue viva y para nada contempla el final del conflicto.
Peter me hace una reflexión, esos símbolos no están ahí tanto para provocar a los católicos que viven al otro lado del muro que separa el barrio sino para que los veamos nosotros que venimos de fuera y tengamos claro que éste es territorio británico. Nuestra primera parada nos sitúa en una plaza un tanto destartalada en la que inmensos murales en los edificios se convierten en protagonistas de esta triste historia.
Al otro lado de la plaza, el rostro que preside un inmenso mural es el de Stephen McKeag, más conocido como “Top Gun”, comandante de la UDA y autor de no menos de 12 asesinatos, murió en el año 2.000 después de los acuerdos de paz en extrañas circunstancias.
Cuando continuamos nuestro camino hacemos una pequeña parada frente a uno de los murales más significativos y ante el cual, Peter, muestra su verdadera cara, dos niños frente a los escombros que llenaron las calles de su barrio aquel verano del 69. Unos escombros que formarían las barricadas que les separarían y que nunca les permitirían volver a jugar juntos. Ellos y todos los de su generación fueron las auténticas víctimas de un conflicto al que la intransigencia de sus mayores les arrastraron sin remisión.
Continuando nuestra ruta pasamos junto a una plazoleta profusamente engalanada con símbolos británicos en la que el epicentro es un pub que, durante años, sirvió como lugar de reclutamiento para los jóvenes unionistas que querían integrarse en la lucha armada.
Y, por fin, llegamos a lo más inesperado, la muralla, una de tantas que se alzan en estos barrios del extrarradio de la ciudad. Son cerca de un centenar los muros que se elevan en Belfast y cubren una distancia de casi 20 kilómetros, en algunos puntos alcanzan los siete metros de altura.
Aunque su apariencia es frágil y, en ocasiones, están hechas de materiales endebles como chapa o alambre, cumplen perfectamente su función, que no es otra que separar las comunidades y evitar que esos pequeños incidentes que se pudieran producir al agredirse unos a otros se disparen y se conviertan en auténticos “troubles”.
No son muros para evitar que la gente salga, como tantos levantados a lo largo de la historia, son paredes que intentan proteger a los que viven tras ellas, rasgados de vez en cuando por portones que permiten el paso de día pero que en una siniestra ceremonia se cierran sigilosamente al anochecer.
Es difícil entender para nosotros que esta situación siga existiendo después de tantos años de paz aparente, tantos años en los que el protagonismo del conflicto ha desaparecido de los medios de comunicación, pero la realidad está ahí y, aunque hoy pueda parecer que los muros son una mera atracción turística, la convivencia segregada de las comunidades es un hecho y la desconfianza se refleja en estas paredes.
Situados frente al muro Peter, nos invita a dejar constancia de nuestra presencia, anotando una frase de recuerdo entre los graffitis que lo decoran y, mientras realizamos esta ceremonia, que se ha convertido en un clásico de las visitas turísticas, nos explica cómo los vecinos de uno y otro lado han rechazado una y otra vez las propuestas municipales para retirar estas barreras que les separan. Son los ciudadanos los que prefieren convivir con ellos porque les hacen sentirse más seguros ante unos vecinos de los que no se fían.
Las cicatrices provocadas por el fuego en la piel del muro que se alza ante nosotros así lo corroboran y las piedras que fácilmente se encuentran a sus pies, también dan testimonio de ese odio latente que, en ocasiones, se traduce en agresiones esporádicas de los más jóvenes de las dos comunidades.
Aunque en el centro de Belfast los niños comparten aulas independientemente de su origen o credo religioso, en estos barrios la segregación es total y la desconfianza y el odio permanece porque las barreras mentales siguen vivas y, sin duda, son mucho más difíciles de derribar que las que se alzan frente a nosotros.
Nos detenemos ante un memorial que recuerda a los caídos y asesinados católicos de la zona y ante aquella lápida presidida por una cruz gaélica, Peter nos hace hincapié en la diferencia entre los civiles asesinados por los paramilitares unionistas y por el ejército británico y los combatientes caídos del “ejército católico norirlandés”.
Una pequeña referencia a uno de aquellos nombres, Philomena Hanna, para hacernos partícipes de la triste historia de esta muchacha que con 26 años fue asesinada por Stephen McKeag , aquel “héroe” que sonreía desde su impresionante mural al otro lado de la pared.
El crimen que condenó a Philomena y la llevó a la muerte fue no hacer distinciones y ayudar por igual a católicos y protestantes, cuando realizaba su trabajo en la farmacia en la que estaba empleada. Es una imagen que refleja muy bien la terrible esencia de este conflicto.
Philomena Hanna
Avanzando por el barrio nos detenemos ante otra imagen icónica, quizás uno de los personajes más mediáticos, Bobby Sands, una muestra clara del enconamiento que se produjo en los años ochenta entre la mentalidad intransigente de los gobernantes ingleses encabezados por la conservadora Margaret Thatcher y la radicalidad de los militantes de una organización como el Ira, que fue capaz de llevar a la muerte por huelga de hambre a varios de sus dirigentes por mantener sus postulados.
Estamos en Falls Road, la carretera principal que cruza el oeste de Belfast y un nombre que es sinónimo de la comunidad republicana de la ciudad. El muro desde el que Bobby Sands nos saluda con su sonrisa eterna pertenece, no por casualidad, al edificio que hoy alberga la sede del Sinn Féin. Este partido nacido a finales de la segunda década del siglo XX, como monárquico nacionalista irlandés, pronto se decantó por la creación de una república irlandesa. Desde la partición en los años veinte, abogó por la reunificación política de la isla de Irlanda. Hasta la década de los 90, estuvo a favor de la lucha armada para lograr sus fines llegando a tener fuertes vínculos con el IRA Provisional, por lo que se le consideró su brazo político. Hoy en día es el principal partido político de Irlanda del Norte. Irónicamente la sede del Sinn Féin en Falls Road ante la que nos encontramos, fue en su día una comisaría de policía.
La mañana ha pasado en un suspiro y, poco a poco, nos encaminamos hacia nuestra última parada. En una zona de los muros de la parte republicana se ha querido rendir homenaje a diferentes personajes y recordar otros conflictos con los que, en algún momento, se solidarizó el pueblo irlandés. Por eso, Peter, quiere hacer un guiño a nuestra historia y nos detenemos ante las imágenes que recuerdan la participación de los voluntarios irlandeses que en 1936 se alistaron en la Brigadas Internacionales para socorrer a la República Española.
Junto a estos murales, atravesando uno de los portones más sólidos de todo el recorrido, en tierra de nadie, un mural nos recuerda que se le puede dar una oportunidad a la paz.
Es la hora de la despedida, han sido tres horas intensas con un anfitrión que, desde el primer momento, nos ha hecho sentirnos muy cómodos y que ha sido capaz de transmitirnos sentimientos que nos han acercado a una realidad que en gran parte nos era desconocida.
Contacto de Paddy Campbell
Nos vamos con la sensación de que dejamos atrás una tierra que sigue con sus heridas abiertas, con cierta simpatía hacia una causa irlandesa que, por carácter y sentimiento de solidaridad, puede parecernos más cercana. Pero con la curiosidad de conocer la realidad de esos británicos norirlandeses que habitan estas tierras desde hace más de cuatro siglos y que, sin duda, no son culpables de las decisiones y errores cometidos por sus antepasados.
Sentado en el avión de vuelta a casa, rodeado de familias felices que se dirigen a España a disfrutar de sus vacaciones, intento adivinar en las miradas de aquellos niños rubios y pelirrojos cuál será su origen y solo puedo pensar en la absurda obsesión que siempre ha tenido el ser humano en separarse del diferente.
En un avión que escapa de los grises cielos de Belfast buscando la luz de la Costa del Sol no hay católicos ni protestantes, no hay ingleses ni irlandeses solo hay personas que buscan alargar un minuto más ese momento de efímera felicidad que realmente da sentido a sus vidas.