Los muros y las batallas de hoy

Publicado el 26 julio 2019 por Santamambisa1

Por Alina Perera

Vale la pena recordar que ellos rondaban los 20 años de edad. Quizá solo dos tenían más de 30 —y eso también era tener la vida por delante—. Atravesaron la Isla del oeste al este, algunos a solo horas de la acción, porque ser nuevos en el escenario también formaba parte de la sorpresa.

En cuanto a armas, habían empezado desde cero, comprándolas en tiendas convencionales, simulando ser simples comerciantes; y en cuanto a prácticas, las realizaron en varios puntos de La Habana, también haciéndose pasar por hombres de negocios o aficionados a la caza.

El arresto, la discreción y la disciplina eran el sello de aquellos muchachos que decidieron disfrazarse de militares. El asalto tendría que parecer en los comienzos una sublevación de sargentos, para confundir al Gobierno durante unas tres o cuatro horas, y para que pudiera magnificarse después con el armamento tomado en la guarida y repartido entre el pueblo de Santiago.

Los uniformes serían hechos tras las puertas de casas clandestinas. Y otros —porque la buena estrella también funciona en historias de este tipo— serían conseguidos por un militar del ejército en el poder.

Se identificarían entre ellos por los zapatos de civiles. No tenían concebido un plan de retirada, justamente porque una mole como el Cuartel Moncada solo podía tomarse mientras sus ocupantes dormían; y en el plan no había otra opción que sacarlos al patio, a medio vestir y desarmados, estupefactos, en el frío de la madrugada.

Ya sabemos que el factor sorpresa falló. Un detalle —el merodeo de dos guardias en esos días de fiestas, algo inusual que los asaltantes no previeron— desató la avalancha del revés. Muchos fueron capturados y asesinados.

He estado más de una vez parada al pie del Cuartel Moncada. Y confieso que ante esos muros enormes, hechos para sugestionar a cualquiera, he tenido que reverenciar el coraje casi demencial de aquellos muchachos. Ahora es fácil contarlo, leer cómo ese suceso comenzó a cambiar las cosas. Pero vivirlo tiene que haber sido muy difícil y extraordinario.

Haydée Santamaría Cuadrado (1922-1980), mujer excepcional, sintió que participar en el asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 cambió definitivamente su modo de mirar la vida. La impresión de aquellos instantes nos llega hasta hoy en sus palabras:

«Hemos conocido cosas como todos los cubanos, unas más grandes, otras más pequeñas, pero todas con un sentido profundísimo. Nos hemos preguntado por qué razón, si hemos vivido después del Moncada, la Sierra —antes de la Sierra, la clandestinidad—, después un 1959, un Girón, cosas enormes, ¿qué razón hay para que el Moncada sea algo distinto a lo otro? Y esto no quiere decir que podamos querer más a uno que a otro.

«Yo algunas veces he dicho, no sé si en alguna entrevista o con alguna persona con quien he hablado, que a mí esto se me reveló muy claramente cuando nació mi hijo. Cuando nació mi hijo Abel fueron momentos difíciles, momentos iguales a los que tiene cualquier mujer cuando va a tener un hijo, muy difíciles. Eran dolores profundísimos, eran dolores que nos desgarraban las entrañas y, en cambio, había fuerza para no llorar, no gritar o no maldecir. (…) Porque va a llegar un hijo. En aquellos momentos se me reveló qué era el Moncada.

«(…) La transformación después del Moncada fue total. Se siguió siendo aquella misma persona, pudimos seguir siendo aquella misma persona que fue llena de pasión, y pudimos, se pudo seguir siendo una apasionada. Pero la transformación fue grande, fue tanta que si allí no nos hubiéramos hecho una serie de planteamientos, hubiera sido difícil seguir viviendo o por lo menos seguir siendo normales.

«Allí se nos reveló muy claramente que el problema no era cambiar un hombre, que el problema era cambiar el sistema; pero también que si no hubiéramos ido allí para cambiar a un hombre, tal vez no se hubiera cambiado un sistema…

«(…) Fuimos al Moncada con aquella misma pasión con que hoy vamos a cortar caña, con esa misma pasión con que vemos nuestras escuelas llenas de niñas y niños del campo. Porque cuando fuimos al Moncada, vivíamos todo esto en nuestras mentes. No sabíamos si lo veríamos, pero aquella seguridad de que vendría, la teníamos y por eso íbamos en busca de la vida y no de la muerte (…) nunca he visto resistir con más fortaleza y con tan poca cosa para defenderse.

«Allí tuvimos momentos en los que al no saber de Fidel queríamos en realidad desaparecer. Estábamos allí con tal seguridad de que si Fidel vivía, vivía el Moncada, que si Fidel vivía, habría muchos Moncada».

Es una gran suerte que la Revolución tenga en sus cimientos tanta entrega, pureza, tanto soñar y audacia. Tanta imaginación y frescura. Aquellos instantes duros —con otros precedentes y los que vendrían después— marcaron una nota muy alta, fueron inspiración de un devenir cuyos triunfos, y bien lo sabemos, no son per se, sino el resultado de intensas contiendas.

Las motivaciones de aquellos combatientes de la Generación del Centenario siguen en pie: lo dieron todo para que los suyos nunca más fueran humillados en una esquina con un culatazo; para remontar masivamente siglos de ignorancia; para que un cubano no mirara al otro por encima del hombro; para que el color oscuro de la piel dejara de ser una maldición; para que las mujeres no fueran carne del abuso; para que los niños sonrieran; para que el trabajo y la creación fueran el camino de los ciudadanos decentes al bienestar; para desterrar el egoísmo, la prepotencia, la impotencia, la desesperanza.

La juventud de quienes protagonizaron ese asalto fundacional inspira admiración y orgullo. Igual sucede con quienes fueron a defender el suelo patrio cuando los mercenarios yanquis nos invadieron por Playa Girón: los milicianos que fueron al sur de Matanzas eran en su gran mayoría unos muchachitos —la edad media de los caídos defendiendo su país resultó ser de 24 años, y entre ellos los hubo adolescentes, casi niños—, tan tiernos como los que dejaron atrás el calor de sus hogares y partieron para alfabetizar en los rincones más intrincados de la Isla cuando la Revolución era naciente; tan jóvenes como los que fueron al continente africano para defender, no pocas veces al precio de la vida, valiosas causas de emancipación.

Siempre que en nuestra historia indagamos sobre algún episodio del cual enorgullecernos, confirmamos que son los jóvenes los que han estado al centro de la obra. Esa cualidad ha sido factor común y desde luego forma parte del hilo que une todas las etapas de la Revolución.

En ese rasgo que tiene que ver con la edad, y también con la virtud, radica en mucho una premisa que fortalece y enriquece nuestra batalla del presente: le nombramos continuidad, definición que sume al enemigo imperial que busca nuestra asfixia a toda costa, en una fiereza creciente.

La Revolución que se renueva, que no se cansa de diseñar tácticas y estrategias a la medida de sus necesidades, todavía bebe de las ondas expansivas que nacieron de haber tomado, aquel 26 de Julio, el cielo por asalto.

Sería imperdonable —y nuestros jóvenes lo saben— temer y no seguir saltando por encima de los abismos; no seguir rebelándonos contra las fuerzas retardatarias, ya sean del mundo o de los escenarios más cercanos; sería imperdonable no «jugárnosla» apasionadamente mientras asaltamos otras moles (a veces invisibles, pero tan dañinas como las conductas que niegan los mejores valores del espíritu), en esta carrera larga y de gran sentido humano que es hacer Revolución.