Las guerras han formado, forman y formarán parte de la humanidad. Cuando uno se dispone a indagar sobre la Historia de naciones de cómo un país llegó a tener sus características actuales, es casi imposible que no se nombre o narre algún tipo de conflicto armado, internacional o civil. Sin ir muy lejos, el sistema internacional actual no es ni más ni menos que el producto de una guerra aniquiladora cuyo resultado presionó a los países del mundo a acceder a la creación de una organización mundial, las Naciones Unidas, que tuviese como objetivo mantener la seguridad y la paz mundial.
Pero, pese a la evolución y la creación de organismos y entidades con el deseo de acabar con las guerras, la violencia sigue siendo el método más primitivo que los individuos conocen para alcanzar sus metas políticas. No hay momento en la Historia contemporánea en el que la humanidad haya gozado de una paz total; es por eso por lo que seguramente los seres humanos ansiamos tanto algo que nunca hemos tenido. No obstante, estas ansias por la paz no parecen ser lo suficientemente fuertes y seguimos presenciando cómo Estados y agentes no estatales ven en las armas la oportunidad para conseguir sus objetivos.
Pero las guerras son caprichosas y adultos y niños pagan el mismo precio ante los conflictos armados, aunque su vulnerabilidad no sea comparable. La inocencia, debilidad y falta de madurez de los niños los hace blancos fáciles y en las guerras son obligados a convertirse en pequeños adultos que intentan protegerse como pueden, no solo del sufrimiento y el dolor habituales que todo conflicto armado acarrea, sino también de atrocidades espantosas. Los niños son secuestrados como soldados por milicias y Gobiernos, atraídos a grupos terroristas como mercenarios y, lo que es peor, víctimas de los acosos más perturbadores.
La protección de los niños
Si los niños deben tener un trato especial o no ante la guerra siempre ha sido un tema debatido en la esfera internacional. Posiblemente sea porque no siempre ha existido una edad específica a la que se consideraba que una persona transita de la niñez a la vida adulta y porque el momento en el que se reconoce a un niño como adulto varía de país en país, según la cultura y las necesidades de cada sociedad. No obstante, desde comienzos del siglo XX ha habido un esfuerzo —fallido— por proteger a los más vulnerables.
El primer documento legal que reconocía el distinto rol de los niños en la sociedad fue la Declaración de Ginebra sobre los Derechos de los Niños en 1924. Esta declaración no tuvo mucho eco en la sociedad internacional y durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se podían ver grupos como las Juventudes Hitlerianas. Tras los espantos de la guerra, comenzó el movimiento por los derechos humanos que también tenía como objetivo promover los derechos de los niños. En 1959 se adoptaba en la Asamblea General de las Naciones Unidas la Declaración de los Derechos de los Niños, una serie de recomendaciones sin carácter vinculante que no pareció ser de mucho peso. Así, por ejemplo, en la guerra entre Irak e Irán en los años 80, el presidente iraní Rafsanyaní no dudó en llamar a servir a las Fuerzas Armadas a todos los mayores de 12 años
Aun así, la comunidad internacional parecía decidida a proteger a aquellos que más lo necesitan y en 1989 se firmaba el primer tratado vinculante de protección a los menores: la Convención sobre los Derechos del Niño. Con ella se establecía que todo ser humano menor de 18 años es un niño; además, quedaba claro que los niños, aparte de tener los mismo derechos que todo ser humano, gozaban de unos derechos específicos por su vulnerabilidad e inocencia. Parecía que la comunidad internacional alcanzaba un consenso en la protección de los menores, pero era solo una ilusión y en los años por venir la situación empeoraría.
La naturaleza cambiante de los conflictos
En las zonas de conflicto, los niños, aparte de estar protegidos por las tratados internacionales de derechos humanos, están amparados por el Derecho internacional humanitario (DIH). También conocido como leyes de la guerra, protege tanto a civiles como combatientes y su particularidad es que multitud de sus provisiones son ya parte del Derecho consuetudinario o basado en la costumbre. Por tanto, independientemente de que los Estados implicados en el conflicto sean signatarios o no de las convenciones del DIH, la costumbre de su aplicación hace que estén obligados a cumplir con esas provisiones —como los principios de distinción, proporcionalidad, y necesidad militar—.
Para ampliar: “Guerra y ley: el Derecho Internacional Humanitario”, Borja Lucas en El Orden Mundial, 2015
Teniendo esto en cuenta y que el número de guerras en el mundo se ha reducido, ¿cómo es posible que desde 2010 haya habido un aumento de más del 300% en la matanza y mutilación de niños? La respuesta más fácil podría ser que el sistema internacional de leyes en las zonas de conflicto no es más que un tigre sin dientes: existen normas que protegen a los individuos de un dolor y sufrimiento excesivos, pero no un sistema eficaz para hacer responsables de sus crímenes, por ejemplo, a los violadores, lo que motiva a las partes a avanzar su causa rompiendo todo tipo de reglas.
Sin embargo, el problema actual es más complejo. Las guerras del siglo XXI nada tienen que ver con las guerras entre Estados que se libraban el siglo pasado o cuando se crearon las normas del DIH. Los conflictos armados actuales son guerras asimétricas, que incluyen agentes no estatales, los cuales no están atados por las normas del DIH —hecho por Estados para Estados—, pues no son signatarios. Igualmente, de poco sirve que partes del DIH se consideren costumbre si la gran mayoría de estos agentes no estatales tampoco conoce ni la mera existencia de leyes de guerra. De este modo, los estándares mínimos que el DIH garantiza en zonas de conflicto desaparece y la acción de agentes no estatales motiva a los Estados a no cumplir tampoco con las leyes; a fin de cuentas, el Derecho internacional se basa en una gran parte en el principio de reciprocidad.
Para ampliar: “In Defense of New Wars”, Mary Kaldor, 2013
En segundo lugar, las guerras actuales se libran en pueblos y ciudades. Parte de esto se debe a que desde los años 50 se ha dado una rápida urbanización: mientras que en 1950 solo un 30% de la población vivía en ciudades, en 2014 ascendía hasta un 54%. La consecuencia más directa de librar una guerra en zonas urbanas y lo que ello conlleva —utilizar armas de fuego— es que los más afectados inevitablemente son los civiles, en especial los niños: las probabilidades de que un impacto afecte en zonas vitales del cuerpo es de un 80% en niños, mientras que en adultos está en un 31%. Por otro lado, los actores no gubernamentales tienen un especial interés por llevar a cabo guerras entre civiles, no solo porque así pueden esconderse entre ellos haciendo que la distinción entre civiles y combatientes sea casi imposible, sino también para poder infligir el mayor daño posible asegurándose de que el terror que causan motiva a los civiles a hacerles caso y respetarlos.
Por último, las guerras actuales enredan más que nunca a los civiles porque los agentes no estatales, a diferencia de los Estados, no cuentan con una financiación fija. Las guerras de ahora engloban redes criminales de financiación inimaginables, desde la venta de recursos naturales al mercado de armas ilegales o de drogas. Pero fiarse de estas fuentes de financiación está teniendo un impacto terrible para la sociedad; la guerra se está convirtiendo en un negocio del que las distintas partes se benefician, lo que estimula que los conflictos sean duraderos y no concluyentes.
Para ampliar: “El negocio de la seguridad en zonas de conflicto”, Clara Rodríguez en El Orden Mundial, 2017
Las atrocidades contra menores
Las guerras, además de vulnerar los derechos más básicos de los niños, dejan secuelas imborrables en ellos. Las estructuras familiares y comunitarias que dan sentido a sus vidas quedan destruidas, son forzados a moverse a campos para refugiados o desplazados internos, donde tienen que esperar incluso años en unas condiciones muy duras, y en multitud de ocasiones son obligados a asumir responsabilidades propias de los adultos para hacer frente a las dificultades de las guerras. Pero, indudablemente, la parte más dura para los menores son las atrocidades a las que son sometidos.
Awali solo tenía 13 años cuando contaba cómo antes de ser secuestrada por Boko Haram ya tenía miedo de que la obligasen a convertirse en una atacante suicida, pues había escuchado de casos parecidos en la radio. Boko Haram no solo es conocido por los grandísimos daños que está ocasionando en Nigeria y Níger y el secuestro de más de 276 niñas en 2014 que se hizo viral con el hashtag #BringBackOurGirls; también se hizo famoso en el mundo terrorista —imitando a Al Qaeda y su armada de los Pájaros del Paraíso— por aprovecharse de la inocencia y desconocimiento, sobre todo, de niñas para cargarlas de explosivos y obligarlas a inmolarse.
Para ampliar: “Boko Haram, de la predicación al terrorismo”, Pablo Moral en El Orden Mundial, 2014
En países como la República Democrática del Congo o República Centroafricana, milicias como la Resistencia del Señor, al perder miembros y percatarse de lo sencillo que es manipular a los niños, han forzado a miles de menores a convertirse en soldados. El problema no está solo en que estos niños ven a edades tempranas crueldades que probablemente muchos adultos no presenciarán en toda su vida, sino que nunca volverán a tener una vida normal después del conflicto. Los niños y niñas violados y convertidos en soldados, así como aquellas convertidas en madres a edades en las que sus cuerpos no están todavía preparados, sufren un estrés postraumático que pocas veces se trata y un estigma social que hace que sus propias comunidades renieguen de ellos y que las autoridades locales los traten en ocasiones como criminales o cómplices a pesar de ser simples víctimas. Es cierto que a veces estos niños se alistan voluntariamente por los beneficios económicos que las milicias ofrecen a las familias para salir adelante, pero incluso en estos casos siguen siendo víctimas.
Las violaciones son una táctica de guerra a la que muchos grupos recuren, no solo por el daño que causan, sino también por la humillación que conllevan; de hecho, pueden considerarse un crimen de guerra, de lesa humanidad o como parte de un genocidio —niñas rohinyás han narrado experiencias de violaciones en grupo por oficiales birmanos—. Pero las violaciones no se reducen exclusivamente a las niñas. Son también muchos los niños violados en zonas de conflicto, pero estos son más reacios a informar porque piensan que su masculinidad ha sido manchada y temen la vergüenza y el estigma social. En Afganistán, considerado el segundo peor país del mundo para ser menor, se viste a niños como mujeres para que bailen ante hombres adultos en fiestas y al final de la noche se hacen pujas por sus cuerpos. Aunque existe cierta presión por acabar con esta práctica —conocida como bacha bazi, ‘pedofilia’ en persa—, el público al que se dirige de señores adinerados y políticos importantes del país dificulta su abolición.
Para ampliar: “La infancia y los conflictos en un mundo en transformación”, Unicef, 2009
¿Qué hace la comunidad internacional?
Pocas son las esperanzas que les quedan a los niños en zonas de conflicto. Las normas del DIH parecen más bien hechas para respetarse en guerras utópicas en las que las partes tienen un mínimo interés por preservar el bienestar de sus civiles. Carente de un tribunal internacional que pueda hacer responsables a individuos por sus crímenes, hasta la Corte Penal Internacional, el único tribunal internacional con potestad para juzgar a personas por la comisión de crímenes internacionales, necesita la ratificación del país donde el crimen se ha cometido para poder procesar, y gran parte de los países donde se cometen las mayores atrocidades no son signatarios del Estatuto de Roma, su texto constitutivo.
En la comunidad internacional existe cierto consenso respecto al despliegue de fuerzas de la ONU para mantener la paz y estabilizar zonas de conflicto, pues representan a una entidad reconocida por la mayoría de las partes beligerantes como neutral y, como tal, supone una fuente de alivio para civiles, especialmente los menores. No obstante, el año pasado salía a la luz que enviados para mantener la paz también han cometido abusos sexuales contra los civiles que tenían encomendado proteger.
El último atisbo de optimismo es el Protocolo Facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño, que habilita un procedimiento de comunicaciones por el que los niños puedan presentar quejas individuales sobre violaciones de sus derechos. Sin embargo, los requisitos para ello no se adaptan a la realidad de estos niños; por ejemplo, las quejas solo son admitidas si se presentan por escrito. Teniendo en cuenta que en las zonas de conflicto no se puede ofrecer un sistema educativo normal, ya que los colegios se encuentran entre los objetivos principales de los ataques, ¿cómo se espera que estos niños puedan escribir sus quejas? La comunidad internacional parece haberse olvidado por completo de que los niños son el futuro y que están siendo forzados a responsabilizarse de una guerra que nada tiene que ver con ellos.
Los niños de las guerras fue publicado en El Orden Mundial - EOM.