Mariana, venezolana y blogger de viajes, cuenta su travesía por el Delta del Orinoco y su gente de agua
El viaje al Delta del Orinoco ha sido uno de los viajes más reconfortantes que he experimentado. Desde que nos montamos en la curiara en San José de Buja, empecé a vivir la paz que me brindaba el río, la libertad que me regalaba la brisa. El traslado en esta pequeña embarcación fue la transición perfecta entre dejar atrás el ruido de la civilización y entrar a terrenos donde la naturaleza es totalmente libre para adueñarse de cada espacio.
El contraste entre el azul del cielo, el verde de la selva y el negro del río dibujaban cada rincón de este remoto lugar en la geografía venezolana. Tres días inmersos en este paisaje me ayudaron a confirmar que la libertad es un concepto bastante abstracto, que muchas veces nos sentimos libres, pero en realidad somos prisioneros de nuestras ataduras y limitaciones.
Vivimos tres días en el Delta donde pudimos conocer un poco más sobre los Waraos, adentrarnos en la selva, pescar pirañas, navegar en el Orinoco y ver amaneceres y atardeceres que nos deleitaron con toda la gama de naranjas y azules que no sabíamos podían existir. Lo más importante en este viaje fue poder descubrir a una civilización que es tan cercana a nosotros, pero de la que desconocemos tanto. Compartir con sus niños fue una buena manera de introducirnos en ella.
Al llegar al campamento Boca de Tigre nos recibieron unos niños waraos saludándonos y lanzándose al río desde el muelle donde desembarcamos. Al paso de las horas entendimos que el Orinoco es su parque de diversiones y las hamacas, sus columpios. El río es el centro de sus vidas y es muy fácil entender que primero aprendan a nadar y navegar que a caminar.
Un día después de hacer varias excursiones, incluyendo una caminata en la selva donde aprendimos las técnicas utilizadas por los indígenas para sobrevivir cuando salen a cazar, Ramón (nuestro guía) nos llevó a conocer a las tribus que estaban cercanas al campamento. Al llegar, cada uno de sus habitantes estaban realizando sus actividades cotidianas: las mujeres, cocinando y tejiendo hamacas con la palma de moriche; los niños, nadando con los peces en el río y los hombres, descansando después de una larga faena.
Nos recibieron varios niños con curiosidad y timidez. Al principio creímos que éramos nosotros los causantes de su atención, pero después nos dimos cuenta que era la cámara fotográfica la que se estaba robando su interés. Este grupo de niños nos acompañó durante casi todo este recorrido, nos enseñaron la escuela donde aprenden a leer y escribir y muy orgullosos nos mostraban las piruetas que podían hacer en el agua. Nos pudimos comunicar perfectamente bien aunque hablábamos idiomas muy diferentes.
Esta experiencia fue totalmente constrastante para mí. Vivía en Caracas; una ciudad donde los niños no tienen toda la libertad que deberían, donde no está permitido salir del campo visual de sus padres y llegué al Delta a compartir con niños realmente libres. La honestidad, picardía y bondad en sus miradas formaron parte de la paz que conseguí en este lugar tan poco concurrido de Venezuela.
Me despedí del Delta del Orinoco con la satisfacción de haberlos conocido, ellos me demostraron que definitivamente la placidez no está asociada a ningún objeto material, ver sus risas y miradas de alegrías mientras jugaban en el agua me ayudó a entender que la conexión con la naturaleza da libertad y libertad puede llegar a ser sinónimo de felicidad.
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