Flota a mi alrededor cierto convencimiento de que los niños y los animales domésticos son incompatibles. Al parecer, las personas que tienen animales domésticos lo hacen porque no pueden o no quieren tener niños, en una especie de sustitución (tocomocho, me parece a mí) de lo uno por lo otro. Del mismo modo, si uno tiene hijos, o ha decidido tenerlos a medio plazo, renuncia explícitamente o bien ni siquiera se plantea la idea de incluir un animal doméstico en su vida.
Para muchas personas que conozco, esto es una especie de verdad de fe. A mí me saca de quicio.
Supe de la existencia de este pensamiento hace algunos meses. Una de mis mejores amigas acababa de comprarse un piso y yo le pregunté si iba a tener gatitos, pues siempre le han gustado y nunca pudo tener ninguno porque sus padres no se lo permitían. En su adolescencia, llegó incluso a rescatar a varios gatos de la calle para poder llevárselos a su pueblo, donde sí podía quedárselos. Así que me pareció de lo más lógico que ahora quisiera desquitarse de aquello.
‒ No, tía, no ‒ me dijo ella, sonriendo condescendientemente. ‒ ¿Y por qué no? ‒ insistí con inocencia. ‒ Porque yo sí quiero tener hijos.
No recuerdo exactamente qué dije después, pero sé que no estuvo a la altura de los sentimientos de ira y profunda indignación que me provocó su respuesta. No sólo por el prejuicio tan terrible que estaba expresando, sino porque en su respuesta parecía dar por hecho que yo, al tener un gato, estaba renunciando a la maternidad, algo profundamente incomprensible desde mi punto de vista. Sobre todo cuando yo jamás me había posicionado sobre el tema en esos términos. ¿Habría alguna otra razón flotando en el ambiente? Preferí no preguntármelo, pues ello me habría obligado a replantearme el sentido de nuestra amistad.
Poco después, me ocurrió algo parecido con uno de mis compañeros de trabajo. Acababa de ser papá, y yo me ofrecí a hacer una reunión en casa para que pudiera presentar a su retoño en sociedad. A pesar de la generosidad de mi propuesta, él me dejó caer que no estaba muy seguro de la conveniencia de juntar a un recién nacido con un animal. Creyendo que podía estar genuinamente preocupado, le mandé un correo electrónico con información sobre el tema, esperando poder tranquilizarlo. Inesperadamente, sin embargo, mi correo le enfadó muchísimo y me respondió de muy malos modos. Al parecer, lo que pasaba era que no se fiaba de los gatos y no quería exponer a su hijo a ninguna mala experiencia, pues él ya había tenido alguna en su infancia.
He de decir que este tipo de miedos me parecen plenamente comprensibles, y que jamás dejaría a un bebé y a un animal, por muy manso que este fuera, solos frente a frente. Lo que ya no comprendo de igual modo es que, en vez de expresar los miedos tal y como son, se fomente una mitología acerca de la peligrosidad o inconveniencia de que los niños, por muy pequeños que sean, puedan acercarse a los animales o relacionarse con ellos. Porque es injusto tanto para los animales como para los niños. Y porque, además, es falso.
Como no hay dos sin tres, hace poco me enteré de que mi suegro, ante la adopción de nuestra nueva gatita, se había expresado, con alguien que no éramos nosotras en los siguientes términos:
‒ Claro, supongo que quienes no tienen hijos, se dedican a tener animales.
Confieso que lo que más me molesta de este tipo de afirmaciones es que ni tan siquiera se nos pregunte acerca de nuestra voluntad de ser madres, y de cómo se relaciona esta con el hecho de tener animales. Y sí, no puedo dejar de sospechar que esto no ocurriría de la misma manera si fuésemos una pareja hetero de la que se esperasen niños en vez de gatitos.
Tener hijos o tener animales no son opciones excluyentes. Personalmente, quiero tener hijos y quiero tener animales para que ambos se relacionen. Me parece muy positivo en ambas direcciones y, especialmente, deseo que mis hijos se críen pudiéndose relacionar con animales para que los conozcan, respeten y valoren como merecen, pues esta es una actitud muy valiosa para mí. De hecho, es uno de mis valores fundamentales.
Por otro lado, la convivencia entre niños y animales es algo tradicional en la mayoría de las sociedades, presentes y pasadas, a lo largo y ancho de nuestro planeta. Y creo que esta especie de psicosis separatista que se extiende por la nuestra dice muy poco a favor de sus valores y de su salud mental colectiva.
Encantada de no participar en ella.