Mientras se maqueta el primer texto que voy a publicar en papel (¡qué larga se está haciendo la espera!, pero ya os contaré más en septiembre), he seguido escribiendo; en el blog, ya veis por dónde van los tiros: España está hecha un asco y da para un buen rato, y queda espacio para animalismo, series de TV y alguna cosilla más; fuera, he querido disponer de un espacio, pequeño, donde recopilar textos en formato web (¡toma publicidad encubierta!) y, por último, más allá del proyecto de libro, he empezado dos relatos más: uno sobre Caos —del cual me gustaría compartir aquí las primeras páginas, como mínimo, pero mi ordenador de sobremesa se ha suicidado con la mudanza— y otro sobre la Ruta 66.
De vez en cuando, visto que las cosas empiezan a marchar, evito algo tan típico como agobiarme o intentar correr más de la cuenta; sigo desempaquetando cajas —me mudé fuera de Barcelona esta semana—, entrenando, pese al calor (y la frustración que solo quienes practican artes marciales pueden entender), y bebiendo demasiada alguna cerveza de vez en cuando.
Por regla general, la tomo a mediodía, antes de comer, pero no hace mucho, unos amigos que están viajando por toda Sudamérica aterrizaron aquí de improviso, y, sin saberlo, me despejé la tarde para reunirme con ellos; era un martes, y aunque ya no tenemos el estómago entrenado, las mujeres nos dieron permiso para una de esas borracheras que recuerdas con cariño: las que surgen en un momento especial y crecen poco a poco.
Ahora podría hablaros sobre teorías alienígenas, sobre los distintos perfiles de persona que existen, entre los que destacan felinos y reptilianos (que deben ser malvados, porque, entre ellos, estaban Wert y Fernández Díaz, pero no me preguntéis más, porque no sabría qué contestar) y temas de episodio especial de Iker Jiménez para los que se debe estar de un humor concreto, o tener mucho alcohol en sangre.
Sin embargo, no voy a torturaros con alucinaciones etílicas, sino con algo que ocurrió antes.
El tercero en discordia
Yo no sabía que aterrizaban en Barcelona a media tarde, así que, pese a que me pareció raro ir a tomar algo a esas horas con el tercero en discordia, accedí. Él había terminado de escribir su primera novela hacía unas semanas y, con La caza del carnero salvaje de Murakami entre las zarpas, me dijo: “Lo mío es una mierda.” Le tranquilicé, diciéndole que frente a Borges, Murakami o Hemingway (o Gabriel García Márquez, o Joyce, o Camus, o Kerouac, o Bukowski…), todo era mierda.
Para la siguiente pregunta, no tenía respuesta.
¿Si uno mismo autoedita… cómo sabe qué es bueno y qué no?
Podría haberle dicho: porque vende libros, como si de un producto de primera necesidad se tratase (aunque, para muchos de nosotros, lo es); por la respuesta del público (que, desde que existe Internet, no es exactamente lo mismo); y si lo hubiera pensado a fondo, se me hubiese ocurrido alguna que otra respuesta, pero no.
Hoy, esta pregunta no tiene una única respuesta, y toca rendirse a la evidencia. ¿Eres bueno porque te lee mucha gente o necesitas el beneplácito de un lector formado para entrar dentro de la definición?
Puedes ser un autor viral, o no ser (¡hola, Hamlet!). Escribir, como oficio o anhelo, significa tener un lector detrás que dé sentido a tu obra, y las editoriales son las primeras que se dejarán llevar por este modelo para no invertir a ciegas, sino con todas las garantías de las que pueden proveerse.
Se acabó lo de buscar buenos escritores entre manuscritos que llegan en papel y ya no se lee ni dios. Ríete tú de aquello de seducir a un mecenas. Ahora, tienes que enamorar al mundo entero; o a una parte tan grande como sentido quieras en tu escritura. ¿Pero es el otro quien marca hasta ese punto tu forma de disfrutar de las letras? Los más ciegos dirán que sí; el resto intentará no convertir su pasión en otro fenómeno de masas que terminar odiando.
Si algunos de los grandes escritores de los que hablamos esa tarde hubiesen nacido ahora, tendrían dos opciones: controlar los canales o no existir para el mundo. Quizá entre ellos podría quedar algún J.D. Salinger para quien la fama, el dinero y la escritura no fuesen un trinomio necesario; pero la mayoría, en cambio, seguiría en busca de ese término medio, de esa visualidad, de la posibilidad de poder seguir juntando letras y soñando con vivir de lo que a uno mismo le gusta, y si hay algo que ha conseguido este siglo es democratizar esta oportunidad.
¿El resultado?, eso no tenía nada que ver. Así que nos olvidamos del tema y compramos otro pack de cervezas, obligando a la discusión a desviarse, de nuevo, hacia felinos y reptilianos, que, en ese momento, era más fácil de comprender.
Ya me puse pesado con esto en…