Fue Cicerón (106 a. de C.-46 a de C.) el primero que dejó registrado el adagio "Ubi bene, ibi patria", es decir: donde se está bien, allí está mi patria, que podría ser el más expresivo lema del cosmopolitismo. Pero es éste un concepto con raigambre aún más ancestral: a Diógenes (412 a. de C.-323 a. de C.), el más conspicuo representante de la filosofía cínica, se le considera el inventor del cosmopolitismo: le gustaba definirse como apátrida, que es otra manera de decir lo mismo. Epicuro (341 a. de C.-270 a. de C.), por su parte, decía que el sabio debe de ser autónomo y no sentirse vinculado a patria alguna. Y Marco Aurelio (121-180), penúltimo emperador de la dinastía de los Antoninos, siguiendo la ortodoxia estoica, afirmaba asimismo: "Mi ciudad y mi patria, en tanto que Antonino, es Roma, y en tanto que hombre, el mundo".
En el Renacimiento, el concepto alcanzó amplia aceptación. Dante (1265-1321), por ejemplo, a pesar de que abogaba por la unidad de Italia, dividida por entonces en múltiples estados, afirmaba que "mi patria es el mundo", y cuando se le ofreció volver a Florencia después de haber estado desterrado, replicó: "¿No puedo ver en todas partes la luz del sol y de las estrellas? ¿No puedo meditar, dondequiera, sobre las más nobles verdades?". Pero es quizás en estos tiempos globalizados donde la idea de que somos ciudadanos del mundo ha adquirido mayor difusión. Y es, sin duda, entre los españoles, descontando a los nacionalistas centrífugos, donde se halla una de las más importantes colonias de supuestos cosmopolitas del mundo. Hace algunos años, en fin, oí incluso a uno de los fundadores de mi partido, Fernando Savater, citar en una conferencia aquel recurrido lema, que él hacía propio: "donde me siento bien, allí está mi patria", dijo en concreto.
En realidad, el cosmopolitismo no es sino una coartada del individualismo. Así, a la vez que se declaraba apátrida, Diógenes de Sinope pretendía asimismo la autosuficiencia; lo que en realidad deseaba era que la sociedad le dejara en paz; aspiraba a no tener entre sus preocupaciones nada que tuviera que ver con los demás, a los que desdeñaba (decía que buscaba hombres, pero que sólo encontraba escombros). Epicuro, por su parte, sostenía también que "la autosuficiencia es la mayor de las riquezas", y cifraba la felicidad en "no tener hambre, no tener sed, no tener frío", así como en "la serenidad del alma y la ausencia de dolor": no hay muchas aspiraciones que necesiten menos de los demás que ésas. Siguiendo con los ejemplos, si algo significó el Renacimiento fue que con él irrumpió de forma exuberante la individualidad. Y respecto de mi muy considerado Fernando Savater, sabido es que su idea del "sano egoísmo" es quizás su concepto sociológico nuclear (por suerte para todos los que compartimos sociedad con él, ha conseguido hacer compatible ese "egoísmo" con su evidente y muy meritoria respuesta a lo que a sí mismo se exige como ciudadano).
Por tanto, dejemos constancia de este primer equívoco: sentirse ciudadano del mundo quería decir, en realidad, que el mundo no venga a molestar, como Alejandro molestaba a Diógenes al ocultarle por descuido los rayos de sol. No, por tanto, que uno se sienta ciudadano de cualquier lugar; es decir, que le diera igual vivir en Nueva York que en una tribu del Congo, en París que en una aldea de Corea del Norte o, siendo mujer, en una ciudad occidental que en otra de Irán o Pakistán.
Hay otro equívoco que me parece más importante. Para hablar de él, tomaré la desviación de contar antes algo de lo que hablé hace unos días con un amigo. Se trata de una persona muy cualificada, tanto por su inteligencia como por su desempeño laboral. Estaba muy enfadado; le parecía inadmisible que su país estuviera regido (no sólo últimamente) por unas personas que se mostraban tan ineptas y pertinaces en el error. Decía que él estaba acostumbrado en su trabajo a ver cómo, cuando se cometía un error, aún restaba la elemental capacidad de corregirlo y recomenzar desde el lugar de la corrección; no otra cosa sería posible en la empresa privada. Pero en España, la administración de lo público no se regía por esos parámetros ni, en ese ámbito, estaba penalizada de manera alguna la ineptitud; lo cual, en su opinión, nos estaba empujando cada vez más hacia la catástrofe. Una buena parte de él, por otro lado, le llevaba a considerarse "ciudadano del mundo", por lo cual estaba pensándose buscar una "salida personal" a esta situación: le había surgido la posibilidad de ir a trabajar a uno de los que ahora se consideran países emergentes, y, consecuente, podríamos decir, con el principio de que "allí donde estoy bien, ésa es mi patria", iba a acabar, probablemente, yéndose para allá y así olvidarse de este país que tanto le estaba decepcionando.
El desvío que tomé para contar este encuentro con mi amigo me ha de servir para empezar a dar razón de por qué el auge del individualismo, junto con el hecho de ser un factor imprescindible en el desarrollo de la creatividad y del descubrimiento de nuevas oportunidades de avance social, suele correlacionar de manera intensa con la aparición de crisis sociales.
La Grecia en la que vivió Diógenes arrastraba aún la gran crisis colectiva que causó y siguió a la Guerra del Peloponeso, en donde las ciudades-estado estaban en horas muy bajas. Cicerón vivió en los tiempos de las devastadoras Guerras Civiles que desembocaron en el fin de la República romana. Marco Aurelio fue el último gran emperador de Roma; su hijo Cómodo significó un marcado punto de inflexión hacia la decadencia. Del Renacimiento, me atrevería a decir que en aquella ocasión el individualismo fue ante todo una gran potencia creadora porque, a la vez, se desarrollaron por entonces los estados-nación, que, al significar un modo aceptado de trascendencia de lo individual, sirvieron de cauce constructivo a la gran eclosión de subjetividad que por entonces tuvo lugar. Y en estos tiempos de la globalización, la crisis de identidad de las naciones no creo que haya traspasado aún el umbral crítico que la haría ser algo más que una grave amenaza, aunque lugares como España lideran la marcha hacia ese umbral.
Todo lo cual no está desprovisto de lógica, porque, si triunfan maneras de estar en el mundo según las cuales nada trasciende del individuo, que busca su autosuficiencia, es de prever que cada uno trate de instalarse allí donde pueda estar personalmente bien, desentendiéndose de lo que le ocurra a su sociedad… ¿Su sociedad? ¿Qué sentido de la sociedad queda cuando se han desechado los valores del patriotismo y, por tanto, se deja de tener la referencia de un bien común que trasciende de lo personal? Si el patriotismo es un valor que deja de estar vigente, ¿a qué podré apelar para que mi amigo no se dedique a buscar una "solución personal" y se siga sintiendo implicado en la marcha de esta España en la que no nos encontramos precisamente bien, pero que no por ello deja de ser, para algunos todavía, nuestra patria?