Los perros hambrientos, de Ciro Alegría
Editorial Alianza. 153 páginas. Primera edición de 1939; ésta es de 1982
En el verano de 2022 estuve en la pequeña feria del libro de Guadarrama y en una de sus dos casetas encontré tres libros de Ciro Alegría (Sartimbamba, Perú, 1909 – Lima, 1967), que eran Los perros románticos (1936), La serpiente de oro (1935) y Relatos; los tres publicados por la editorial Alianza en la década de 1980. Si no recuerdo mal, su precio era de dos o tres euros cada uno. No tenían su novela más famosa, El mundo es ancho y ajeno (1941), pero acabé comprando esos tres libros que cito.
Estaba releyendo los Relatos autobiográficos del austriaco Thomas Bernhard, que me fascinaron hace ya más de veinte años, y al acabar el segundo (El sótano), decidí hacer un alto para leer Los perros hambrientos. Además, acabé El sótano un jueves y empezaría con Los perros hambrientos en viernes, que siempre es una sensación que me agrada.
Los perros hambrientos se abre con una imagen idílica: La Antuca, una joven pastora de doce años, está en una montaña de la cordillera del norte de Perú con su rebaño de ovejas. Le ayudan en su trabajo los perros de la familia. De hecho, la presencia que los perros van a tener en la novela queda remarcada desde el primer momento. Así empieza el primer capítulo: «Guau…, guau…, guauuúu…El ladrido monótono y largo, agudo hasta ser taladrante, triste como un lamento, azotaba el vellón albo de las ovejas, conduciendo la manada.». La Antuca habla con los perros y pronto aparecerá en su camino Pancho, otro jovencísimo pastor, que –según nos insinúa el narrador– es muy posible que acabe siendo, en el futuro, la pareja de la pastora.
En este primer capítulo hay ya más de un elemento a destacar sobre la composición de esta obra: desde la primera página se hace hincapié en la importancia compositiva de mostrar al lector el mundo indígena del Perú. En este sentido, sabremos que la Antuca cuenta las ovejas de su rebaño por pares («Todavía, para simplificar aún más el asunto, iban en su auxilio los pares, enraizados en la contabilidad indígena, con las fuertes raíces de la costumbre)». El narrador muestra también su conocimiento sobre el vocabulario rural del norte de Perú (por ejemplo: el verbo «macollar», que significa «brotar las flores de una planta»), así como de las costumbres de sus gentes, y cuando hablan los personajes refleja sus giros lingüísticos, aunque estos se alejen del español normativo, y a veces cueste seguirlo, por los persistentes errores del habla oral. También se muestran las canciones populares que cantan los personajes.
Los perros hambrientos se inscribe dentro de la corriente literaria del indigenismo, mediante la cual los autores querían (esta corriente surge en Latinoamérica en la década de 1920) mostrar las vidas de los indios y mestizos de diversos países latinoamericanos, con un gran conocimiento de sus costumbres y tradiciones, que ahondan sus raíces en las civilizaciones precolombinas del continente americano. Los máximos representantes de esta corriente serían escritores como José María Arguedas (Los ríos profundos), Jorge Icaza (Huasipungo), Alcides Arguedas (Raza de bronce) y el mismo Ciro Alegría, con novelas como El mundo es ancho y ajeno, o ésta de Los perros hambrientos.
El segundo capítulo se titula Historias de perros, y el narrador retrocede en el tiempo narrativo del relato para contarnos como los perros pastores llegaron a la familia Robles, a la que pertenece la Antuca, hija de Simón Robles y la Juana, y cuyos hermanos son Timoteo y Vicenta. Diría que en la importancia que Ciro Alegría da a la presencia de los perros en el relato, que en más de un caso llegan a ser protagonistas de lo narrado, podemos ver una influencia del escritor norteamericano Jack London, que también hace protagonistas de sus narraciones a los perros en novelas como La llamada de lo salvaje (1903) y Colmillo blanco (1906).
Durante al menos un tercio de la novela, el lector se acercará a una narración costumbrista, en la que aparecen personajes, tanto humanos como animales, en diversos momentos del tiempo, sin que quede muy claro cuál es el núcleo central del relato ni el conflicto narrativo. A algunos personajes –como, por ejemplo, a Simón Robles– les gusta contar historias, que se incorporarán a la novela como si fuesen pequeños relatos. En unos pocos capítulos, el cambio de dueños de un perro, mediante el robo de unos maleantes, constituirá lo que acabará siendo una pequeña subtrama de la novela. En otro capítulo, se nos contará cómo la policía rastrea las zonas rurales buscando a hombres jóvenes que aún no hayan cumplido con su servicio militar; hombres que serán arrancados de sus hogares, aunque sean los que consigan el sustento de la familia.
Otra de las intenciones de la novela indigenista –como vemos en la última subtrama mostrada– es la de denunciar las malas condiciones de vida de los indios americanos, y, en muchos casos, su situación de abandono.
En el segundo tercio del libro arrancará el que va a ser el suceso desencadenante de los dramas que se van a narrar: la región sobre la que Alegría nos narra va a sufrir una sequía que persistirá durante dos años, haciendo que cambien las condiciones de vida entre los habitantes de la zona y también su relación con los animales. Las personas no tendrán casi comida para ellas y será difícil compartir su escasez de alimentos con los perros, que, fuera de la protección de los humanos, tendrán que volver a sus costumbres ancestrales y, de este modo, en vez de proteger a las ovejas de los pumas y los zorros, pueden acabar convirtiéndose ellos mismos en depredadores de ovejas, lo que les hará sufrir el rechazo y la persecución de los humanos, que antes los trataban como si fueran miembros de la familia. También las relaciones entre los humanos van a cambiar: los más pobres de la cordillera van a ser los que peor lo van a pasar y tratarán de pedir protección a Cipriano Ramírez, el cacique local, el dueño de la tierra que los indios y los cholos cultivan. En este sentido, quizás la novela peca de cierto maniqueísmo, ya que el cacique, perteneciente a la clase alta de Perú y blanco de piel, mostrará sus miserias, frente a los pobres, indios y cholos, que se comportarán de un modo mucho más noble y solidario entre ellos.
Como ya dije, el lenguaje de Los perros hambrientos trata de reflejar el propio de la gente que vive en la Cordillera de Perú, y el vocabulario propio de un entorno rural. En este sentido, es un lenguaje poético, aunque, en alguna ocasión (muy pocas en realidad) cae en algún exceso romántico, como ocurre en la página 14, cuando se describe a la luna: «Ladran a la luna. Ella, la muy pingüe y alba, amada de poetas y damas románticas, hace ante los perros el papel de puma o zorro hambriento.»
La novela contiene también más de una escena notable y emocionante, sobre todo aquellas en la que se muestra el trato cruel en que, a veces, caen las personas con los animales.
En definitiva, he leído Los perros hambrientos, pese a los defectos comentados (como la falta de tensión narrativa de su primer tercio y la dispersión temática) con interés, disfrutando de algunas de sus bellas y emotivas escenas y del vocabulario serrano peruano. Se me ha abierto el apetito para seguir leyendo alguna obra más de indigenismo latinoamericano