Dejo caer la cabeza sobre su pecho huesudo y cierro los ojos. Huele a sudor, a ropa llena de días, a medicamentos y a sal.
Con este título tan largo me embarco en la aventura de autopublicar mi tercera novela.
En realidad, estaba destinada a ser la segunda, pero una estancia en Tabarca hizo que apareciese La Isla Tranquila para destronarla del puesto. Normalmente, escribo siempre a partir de una idea o una imagen y el título lo dejo para el final, y siempre me cuesta muchísimo elegirlo. De hecho, suele haber ayuda de amigos y familiares, listados de opciones y una dura decisión final de la que suelo estar convencida a medias. El caso es que en esta novela, lo primero que me vino a la cabeza fue el título y, a partir de éste, fui creando el mundo de Eva. La inhumana situación social en la que vivimos me fue dando pistas sobre cómo llegar a la descabellada situación de que los pobres fuesen eliminados de la sociedad. Pero, desde que la escribí hasta ahora, varias cosas de las que ocurren en la novela son un hecho o ya se vislumbran. Es una pena, pero es la realidad. Esta es, pues, la historia de la protagonista. Una mujer con una vida normal que, de buenas a primeras, se queda sin trabajo, sin casa y es trasladada a un campamento para pobres. Además de adaptarse a un mundo desconocido, al frío, al hambre y a la certeza de que nadie se ocupará de ellos, conocerá la amistad, e incluso el amor. Hace años esta historia podría incluso enmarcarse dentro de la ciencia-ficción pero hoy, desgraciadamente, no.
Quiero agradecer a mi hermano y a Sara Panero la magnífica portada, y a Josetxu, Eva y Hernán el que mi casa sea ese lugar donde siempre quiero volver.
Y, por supuesto, gracias a todos vosotros por leerme y estar ahí.