La gala -acertadamente dirigida un año más por Sonia Dorado y Raúl Ibai- fue muy entretenida, con un ingenioso guión de sus dos presentadores, Zenón Recalde y Javier Navares (a quienes acompañó en esta última tarea Lorena Calero), divertidas actuaciones de Limas Morgan y la presencia de caras conocidas en la entrega de los galardones: Daniel Diges, Anne Igartiburu, Paula Sebastián, Miriam Díaz Aroca, José Mota, Belinda Washington, Carmen Conesa, Jacobo Dicenta o Mario Gas, anfitrión de la gala, celebrada en el teatro Español.
Ojalá estos premios sigan su camino de consolidación y se conviertan en la referencia del teatro musical español, pero creo que para ello hay que cambiar algunas cosas. El sistema de votación, por ejemplo. Las votaciones abiertas y democráticas generan a menudo resultados adulterados y ficticios, y no hay mejor ejemplo que los premios Max, que año tras año sorprende con resultados insospechados (que no significa que estén amañados ni que sean inmerecidos) y a veces incomprensibles. Creo mucho más en los jurados profesionales, con sus equivocaciones y sus preferencias personales, pero menos proclives al descontrol o el desequililbrio. Yo, por ejemplo, no creo que una de las mejores producciones de este año, «Chicago», merezca concurrir con tan pocas candidaturas y marcharse de vacío de la gala. Sinceramente, me parece que es devaluar unos premios que necesitan de mucho hormigón para lograr el prestigio que merecen.
Tengo la sensación -igual estoy equivocado- de que la familia del teatro musical está creando cierta endogamia, que de alguna manera se encierra en sí misma y que exhibe cierto victimismo que la empequeñece. Estos premios corren el peligro de convertirse, así, en palmaditas en la espalda entre unos y otros. La familia del teatro musical debe -lo he escrito anteriormente- quitarse ese apellido de musical. Daniel Diges reclamó mayor respeto para quienes se dedican al género y aseguró que en España se les mira con cierta reticencia, como si fueran de otro gremio. Tiene razón. Pero ese respeto debe empezar por ellos mismos; son intérpretes capaces de cantar, bailar y actuar, porque se han preparado para ello, y por esa misma razón tienen -aquellos que posean el talento suficiente- un mayor campo de acción. Autodenominarse «actor de musical» es etiquetarse y, por tanto, limitarse cuando, precisamente, ofrecen un mayor abanico de posiblidades.