Los premios literarios: meditaciones

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Vas escribiendo los textos día a día, tus cuentos, tus novelas, tus anécdotas, lo mejor que sabes, o que puedes, porque la inspiración es caprichosa y tiene sus momentos, los enseñas a tus íntimos, a tus críticos habituales, recoges impresiones, vuelves sobre ellos y cuando los crees preparados los presentas en sociedad, es decir, los envías a algún certamen porque a las editoriales hay que tomárselas, como al jarabe amargo, a cucharaditas. Tienen aquellos, los certámenes literarios, sus particularidades y son, como si dijéramos, de naturaleza sideral dado que se mueven en órbitas estacionarias alrededor del sol, con fechas fijas de presentación, selección (algunos) y fallo, y también poseen cualidades cuánticas puesto que, al ser discontinuos, no fluyen uniformemente.

Y pasan los días, y nada. Los meses, las estaciones, y tampoco. Si será que no son buenos, te preguntas, que les falta algo, que les sobra mucho, mientras continúas con tus escritos, puliendo los antiguos en el banco de carpintero, perpetrando otros nuevos, inventando, proyectando, con la oreja abierta y la atención tendida, como una telaraña, por si cae una idea redentora. Y de repente, oh, cielos, lo nunca visto, ni siquiera imaginado, tienes una buena racha y enhebras varios premios generosos, filantrópicos. ¿Te alegras? Sí claro, mucho, aunque piensas si no habrá sido la suerte, y aún más, te preguntas, conociendo sus veleidades, cuántos años de sequía seguirán a esta buena racha. Pero aparcas estas ideas y brindas, con Horacio, por el momento, ¡Carpe diem!, que al fin y al cabo has hecho lo que has podido y la fortuna, como dijo Quevedo, lo que ha querido. Y mañana será otro día.