las personas... a veces
Ya lo advertía el historiador Robert Mandrou en los años setenta, y tal vez se quedara corto: “Aún pueden detectarse en nuestros días conductas que expresan las relaciones que implicaba la jerarquía social del Antiguo Régimen y que constituyen los anacronismos más evidentes de una sociedad que se pretende democrática”. Nuestras estructuras centralistas son básicamente las mismas, las jerarquías, las promesas y los llamamientos a la «unidad» también, lo que las hace atractivas y aparentemente diferentes en cada época es, en primer lugar, el continuo borrón y cuenta nueva al que se ven sometidos los pueblos con el paso del tiempo –«amnesia colectiva» lo llaman algunos-, una especie de límite a la acumulación y aplicación colectiva del conocimiento. Ese tope, difícil de cuantificar pero de alguna manera real, parece ser el principal causante de que los reiterados descubrimientos morales de Lao Tsé, Epicuro, Thoreau, Tolstói, Kropotkin, Gandhi, Russell o Huxley, así como no pocas y recurrentes revueltas populares, apenas hayan servido para darle trabajo a unos cuantos historiadores de las ideas y crear determinadas comunidades intencionales, aparte de algunas conquistas sociales importantes aunque parciales, temporales y matizables. Ninguna generación nace sabiendo, y difícilmente muere habiéndolo conseguido. Algo similar ya apuntaba Hegel, aunque su historicismo y otros prejuicios le llevasen a sumarse a la ya larga lista de los metafísicos de la dominación: “Lo que la experiencia y la historia enseñan (…) es que los pueblos y los gobiernos no han aprendido jamás nada de la historia ni han obrado de acuerdo a doctrinas que se hubiesen extraído de ella”.
Al parecer, los individuos y los grupos pequeños son capaces de desentrañar los engaños, los desórdenes y los condicionamientos de su cultura conforme crecen y envejecen, pero las poblaciones difícilmente lo son, pues la probabilidad de descubrir y retener individualmente un conocimiento siempre será mucho mayor que la probabilidad de que lo haga toda una población a lo largo de generaciones. El ordenamiento más o menos juicioso de la información requiere de una continua y extraordinaria atención por nuestra parte si queremos que se divulgue y perdure en el tiempo. De la misma manera que construir es más difícil que destruir, conocer es más difícil que desconocer, siempre lo ha sido y siempre lo será. Altos ideales requieren altos costes, y el universo, desgraciadamente, tiende a economizar. Nada es gratis bajo su reinado. Alienta las utopías al mismo tiempo que las torna imposibles. Como decía Isaac Asimov respecto al mundo material, “para restaurar el orden hace falta un esfuerzo especial, y su esfuerzo cae sobre nuestras espaldas. Los objetos se descolocan, las cosas se desordenan, los vestidos se ensucian… Y para tener las cosas a punto es preciso estar constantemente arreglando y limpiando el polvo y ordenando”.
Huelga decir que ordenar objetos es y será siempre tarea mil veces más sencilla o más humana que ordenar ideas, toda vez que, según la teoría del «descuento hiperbólico» y la propia experiencia, la naturaleza humana y la cultura occidental parecen promover más fácilmente aquellos comportamientos que nos reportan un beneficio energético a corto plazo y a pequeña escala, como cultivar la tierra o trabajar por cuenta ajena para comer, que aquellos otros que nos proporcionan un beneficio incluso mayor pero a largo plazo y a gran escala, como cultivar la mente para percibir las evoluciones exponenciales de los sistemas y prevenir así la complejificación y el posterior colapso de las sociedades. Ello es debido, entre otras razones, a que apenas disponemos de “circuitos de alarma” en nuestro sistema perceptivo heredado del Pleistoceno “que nos avisen de los peligros que enfrentamos actualmente como especie”. Es posible que el Homo faber que llevamos dentro nunca se haya llevado muy bien con su hermano el Homo sapiens, y de ahí la disonancia. Tal vez un mayor crecimiento del cerebelo en relación al neocórtex –el primero más especializado en la función senso-motora y el segundo en la función, digamos, intelectual- haya tenido parte de la culpa. En cualquier caso, una cosa parecer estar clara: como especie y como cultura tendemos a darle menos valor al futuro que al presente, y menos a las reflexiones teóricas que a las acciones prácticas. Feliz año nuevo.
La psicología nos dice que los riesgos inciertos y lejanos son los riesgos que con menor probabilidad nos tomamos en serio. Al menos cuatro mecanismos psicológicos entran en juego. En primer lugar, nos movemos más por la información vívida que por la información abstracta (incluso cuando la información abstracta debería, en principio, predominar). En segundo lugar, le descontamos al futuro parte de su valor al preferir tener un dólar hoy en lugar de dos dólares dentro de un año. En tercer lugar, el efecto anclaje (...) tiende a hacer que nos preocupemos de nuestros problemas más inmediatos, incluso si problemas más serios están al caer. En cuarto lugar, tendemos a creer en un mundo justo, uno en el que la naturaleza se corrige a sí misma.
Gary Marcus, 2013.
Bibliografía externa (libros impresos):
Asimov, Isaac. 1973. Cien preguntas básicas sobre la ciencia, Alianza Editorial, Madrid, 1977, págs. 148-150.
Mandrou, Robert. 1973. Francia en los siglos XVII y XVIII, Editorial Labor, Barcelona, págs. 227-228.