Director: Allan Dwan
1954
Estados Unidos
81 min.
Fotografía: John Alton
Música: Louis Forbes
Guión: Karen DeWolf
Reparto: John Payne, Lizabeth Scott, Dan Duryea, Dolores Moran, Emile Meyer, Robert Warwick, John Hudson,.
Pese a que no parece que el western (no el spaghetti-western que es prácticamente un género autónomo, aunque no paralelo sino tangente con el americano) sea el género que más atrae, no os vais a librar de que siga insistiendo sobre el una y otra vez, lo mismo remitiendo a títulos irrefutablemente clásicos como esa Legión invencible fordiana que reverenciando a creadores tan poderosos y personales como Gordon Douglas o Budd Boetticher –y aquí hago poco de egotrip recordando un artículo del que estoy particularmente satisfecho y que pasó sin pena ni gloria en los primeros tiempos del blog titulado, El Ragnarok de los cowboys- o llamando un poco la atención sobre películas oscuras o ignoradas tal que esta asombrosa Filón de plata. Una realización de excepcional intensidad perteneciente a la producción “b” de unos años tan poco explorados como los 50 y que supone seguramente la cumbre de la
Ni tengo espacio, ni tengo conocimiento suficieente (Cinema de perra gorda es un lugar mucho más indicado para hacerse una idea) como para ponerme a recontar la filmografía de este director que comenzó nada menos que en 1911 y entregó su última película en 1961, la curiosa cinta de ciencia-ficción atómica The most dangerous man alive. Cincuenta años, nada menos, desde el mudo, donde trabajó con algunos de los mejores (Douglas Fairbanks, por ejemplo) hasta los estertores mismos del sistema de estudios. Pero bueno, demasiado para esta ocasión, por ahora solo Filón de plata.
En 1954 el western psicológico mandaba y lo hacía incluso en los territorios agrestes de la serie b, filmes como la densa El pistolero (1950) de Henry King que reincidiría en el tono enEl vengador sin piedad (1958) de nuevo con Gregory Peck, la todavía poco la supervalorada y más bien mediocre Solo ante el peligro (1952) del siempre presto a las temáticas “importantes” Fred
Filón de plata es, solo en su fulgurante superficie, un western repleto de emoción y tensión (uno de su muchos rasgos de originalidad es el de desarrollarse prácticamente en tiempo real), una imparable hora y veinte minutos de frenesí narrativo hecho desde una modestia que sirve de parapeto a Allan Dwan para articular un un demoledor discurso alrededor de la perversión de la ley, las apariencias, la desconfianza y la hipocresía desarrollada, nada menos que durante el 4 de Julio y que comienza con una boda y termina con una persecución en la que una turba de antes apacibles ciudadanos son capaces de disparar contra el campanario de una Iglesia en la que se refugia el
La película se abre con la amenazadora llegada al pueblo de cuatro hombres a la búsqueda de un tercero, Dan Ballard, llegado dos años antes y camino de casarse en ese mismo instante. Armados y sin modales interrumpen la doble celebración y serán el catalizador de la verdadera cara de la pequeña comunidad, tan acogedora, tan pacífica, tan civilizada.
Ya desde el principio todo es raro, todo está boca abajo. Dan Duryea dice ser un imposible agente federal que persigue al hombre que mató a su hermano y le robó mientras compone uno de sus siempre geniales villanos sonrientes y detiene a John Payne entre las quejas de sus conciudadanos. En apenas dos años se ha ganado el respeto y cariño de todos, llegó con 20.000 dólares y se
El director usa con mucha inteligencia la tipología física de Payne y su estolidez interpretativa al igual que lo haría un par de años después en un papel especialmente turbio para esa joya negra en vivos colores que es Ligeramente escarlata (1956), hay en este actor especializado en la serie b de inquietante, tiene físico de galán confiable pero una mueca de dureza y una mirada distante, gélida que le da una dimensión particular que aquí está nuevamente muy bien empleada. Junto a ellos otro mini-mito de la segunda división hollywoodiense, la angulosa Lizbeth Scott, especializada en el noir, lo que supone una interferencia genérica apropiadísima que ayuda a dar ese particular tono de mezcla al film.
Allan Dwan no pierde el tiempo y rápidamente pasa de la sorpresa a la angustia, revela que Duryea y sus sicarios (entre los que se cuentan el entrañable Harry Carey Jr, inolvidable en sus trabajos para John Ford, y Stuart Withman) son unos farsantes y balancea el peso hacia el comportamiento de los vecinos, a la progresiva desconfianza, a una descascarillada educación que transforma la admiración y la amistad en desprecio y miedo. Si primero reaccionan con violencia amenazando a los supuestos representantes de la ley como piquetes encabezados por el futuro cuñado y mejor amigo de Ballard, este mismo transmutará pronto en su más encarnizado perseguidor. Las pequeñas disonancias, las rencillas, el “yo ya dije que…” pasa de ruido de fondo a rugido cuando la trama de un dramático giro que culmina con la muerte del
Los ciudadanos pasan de individuos a compuesto manipulable e inflamable, que si primero creían a ciegas en la inocencia de Payne ahora se lanzarán a lincharlo, obligándole a defenderse por las armas en una loca huida en la que matará para sobrevivir, para hacer tiempo esperándo su única posibilidad: desenmascara a McCarty en una auténtica probatio diabolica. Contando como únicas aliadas con dos mujeres: su novia y su antigua amante, otra outsider, una prostituta armada de desencanto y lucidez magníficamente interpretada por Dolores Moran, una actriz de breve carrera, apenas 14 años, en papeles de reparto. Quizás la
El tercio final es ya paroxístico, la intensidad del drama y la fuerza de su puesta en escena van parejas y hacen cumbre en el antológico clímax en la iglesia, último terreno sagrado asaltado y tiroteado por una masa informe de puro odio irracional. En un detalle asombroso, Duryea encontrará su muerte por mediación de una campana que le devolverá la bala disparada contra Payne, cabe decir aquí que una campana resquebrajada es uno de los símbolos de la libertad americana.
Además, y dentro de ese juego constantemente paradójico y de contrarios, en esa jugosa ambigüedad que Dwan maneja magistralmente durante sus apretadísimos 81 minutos, el protagonista será exculpado mediante la falsificación de un mensaje telegráfico. La verdad solo será creíble cuando es presentada con la forma de una mentira plausible en un cierre demoledor que aborta cualquier posibilidad de final feliz, igual que lo hace la mirada de Payne sobre sus conciudadanos al descender, herido y agotado, las escaleras del campanario. No hay perdón para ellos y como recordatorio, a la izquierda del encuadre se balancea una cuerda, pertenece a la campana que le salvó la vida, pero también es la imagen escalofrinate de la soga del
Pero el film no solo es rico y vigoroso en ideas, en temática sino que formalmente resulta igual de brillante, con un uso del color fabuloso (la fotografía corre a cargo del extraordinario operador John Alton, que cuenta con trabajos como el maravilloso blanco y negro fantasmagórico para el Agente especial de Joseph H. Lewis o, ya en color, un último trabajo para Richard Brooks en la notable El fuego y la palabra), una planificación rotunda que utiliza subliminalmente la simbología americana (el duelo final, la llegada al pueblo con los jinetes parándose ante las guirnaldas de la fiesta, la presencia del rojo, blanco y azul en las mesa durante al vertiginosa persecución a tiro limpio,…) y una maravilloso uso de los escenarios, apurando cada esquina. Una obra maestra, no una obra maestra menor, sino maestra a secas.
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