Los que han muerto solos

Publicado el 06 mayo 2020 por Tradux @TraduxNews


Usted, yo; todos somos animales gregarios. La tribu es el hogar del “nosotros”.
Y la familia, el refugio donde poder decir “tú”.
Cuando la vida se apaga es tiempo de gestos leves. Podemos susurrar “gracias” o dejar adivinar un “lo siento”. Para quien está cerca de viajar hacia el silencio, el agradecimiento que percibe en otros ojos amables y cercanos reconforta de una espera indefensa, y calma el miedo sordo de la incertidumbre. Porque es normal tener miedo.
No nos gusta morir solos porque no hemos vivido solos. Nos gusta poner en orden la casa, consolidar la herencia de los afectos y confortar a los que deben seguir transitando por este barullo confuso que llamamos vida.
Cuántas veces el que tiene los ojos velados deja unas últimas palabras amables: “tranquilos, estoy bien. Os quiero”. El que se aleja tiene una función postrera: consolar a los que se quedan un poco más solos.
Cuando mi mujer murió apoyó su cabeza contra el cristal del coche mientras yo volaba hacia el hospital. Ya no hablaba. Pero con lentitud logró regalarme un último gesto que casi pasó desapercibido. Apoyó su mano en mi rodilla, como tantas otras veces.
Y con eso me dijo un millón de cosas. “Tranquilo”. “Te quiero”.
Nadie debe morir sin la compañía de sus allegados. Y esta palabra, “allegados”, esconde un significado profundo que nos permite sentir lo que resulta imposible explicar solo con palabras. Porque en su origen define la búsqueda de un lugar al que arrimarse, ya sea volviendo a uno mismo, al origen, o siendo acogido en un nuevo hogar. Y, además, hay en su etimología referencias a trenzar, a entreverar intenciones y sentimientos.
El que se muere a menudo ha entretejido con sus mejores mimbres un lugar de amparo, generalmente junto a un compañero de vida. Y en ese refugio han germinado como semillas núcleos nuevos que se han independizado, como también ellos hicieron en su día. Los padres fueron hijos que antaño trenzaron un nido distinto, único, junto a un extraño, abandonando el refugio de la casa familiar. Y en ese nido nuevo es donde se da el milagro de un universo propio que llamamos hogar.
Quien se apaga debe tener a su pareja cerca, porque ambos se merecen percibir hasta el final un olor, un roce que se descubre como propio. Los hogares se cimentan en olores y rituales que pasan desapercibidos, y que la muerte luego nos desvela con una crudeza inmisericorde.
Las noches pueden ser eternas para los que nos hemos quedado. Y por eso hay que despedirse.
Morir en soledad es un atentado contra la misma dignidad humana. Contra lo que realmente somos: grandes simios que viven por y para los demás. Animales indefensos sin el calor de otras almas.
El Covid-19 ha retraído el Producto Interior Bruto de todo el planeta, cierto; nos ha obligado a enfrentarnos al vértigo de nuestra vulnerabilidad y ha desnudado la ineficacia de unos gobernantes pendientes de las estadísticas y de los titulares efectistas.
Pero algo va muy mal en nuestra sociedad si no nos horrorizamos porque decenas de miles de personas han muerto solas. Con el único apoyo de unos profesionales sanitarios a los que este espanto pasará factura. Porque ellos también son allegados de alguien. Porque han tenido que tomar decisiones para las que nadie está preparado.
Miles y miles de almas no han podido decir adiós. Y percibo en el aire un algo que no puedo describir.
Es difícil escribir un artículo en el que sobran tantas palabras. No hay adjetivo ni verbo que haga justicia a tanta pena. Supongo que es por falta de talento. En mi cerebro hay un galope de sentimientos que me aletargan. Imagino miles de manos que asoman de debajo de las sábanas buscando febriles una caricia, un intento por distinguir una voz conocida. Se cree percibir en los párpados cerrados un beso que proviene de una esposa, de un hijo. Pero están lejos, en casa.
Se ha hablado y escrito mucho sobre esta pandemia. Pero no entenderemos lo que realmente supone si no reflexionamos sobre los miles de muertos en soledad. Y sobre las familias que han sufrido este espanto inconsolable.
Todos moriremos. Pero yo espero no morir rodeado de extraños.
No quiero irme sin un adiós. Sin un beso. Sin despedirme de mi gente.
No quiero irme sintiéndome solo.
Antonio Carrillo