El primero del que tenemos constancia, pero no recuerdo, tenía un nombre enrevesado y -siempre me lo he imaginado así- bigotes. Se llamaba Nicolás Benito Caietano Díaz Alonso, hijo de Joseph y Cathalina, era el pequeño de seis hermanos y nació en Graméu (Cabranes) en 1742. Fue mi hexabuelo por casualidad y tragedia, porque no lo hubiera sido si antes no se hubiera muerto su primera mujer, Francisca. Tenía 56 años y un hijo con ella cuando se casó en Borines con mi hexabuela Benita Foyaca, ya labrador, ya relativamente bien situado y ya en su tierra. Pero siendo apenas un niño había emigrado a Madrid para ganarse la vida quizás como aguador, quizás como mozo de cuerda, o quizás, incluso, para volver con una mano delante y otras detrás. Nicolás se casó con sus dos mujeres ya en Asturias, y su condición de pasado emigrante lo complicaba todo, porque para cada boda hubo que contactar con la que le había correspondido en Madrid para certificar que no ocultase otra mujer y otros hijos allí.
Bautista y Adelina, la Mora, fueron los primeros que cruzaron el charco, a finales del siglo XIX. Él fue a Cuba. Rondaríamos el 1880 y se la trajo a ella para hacerle cuatro hijos. A la Mora la separaban de sus vecinos diferencias irreconciliables: un suave acento, la negrura rabiosa de la piel y la laxitud de las costumbres: su madre fue madre soltera, lo fueron sus hijas y lo sería su nieta. La bella América nada tenía que ver con la cerrada España y cualquiera que la pisara volvía con otra concepción del mundo muy diferente al país católico, apostólico y romano en el que había nacido. A Josefa, la de Santos, la bisnieta de nuestro Nicolás, le enseñó Brasil que no tenía por qué aguantar las burlas de un marido infiel y abandonó una vida de paseíto en calesa y fotógrafos franceses para volver a una casina que se caía en el pueblo que le había visto nacer y en el que pocas cosas habían cambiado.
José María, mi tío bisabuelo, llegó a La Habana para suplir a su padre en la fábrica de perfumes en la que trabajaba. El propietario de la misma incumplió su promesa y, al marcharse mi tatarabuelo a España, le rebajó el sueldo al joven José María a la mitad. Por eso él había creado su propia empresa junto a un socio de Libardón, en plena calle Acierto de Luyanó, y si no había vuelto a Asturias definitivamente fue porque se enamoró hasta las trancas de una cubanita presumida que, cuando le acompañaba a España, fruncía el ceño al verle subido a lomos de una burra o hablando asturiano con su madre. Claro que no fue una buena idea. Cuando a José María le tocaba ya jubilarse, la Revolución le colectivizó la empresa y él -él, que le daba de comer jamón serrano al gato a falta de un hijo al que mimar- tuvo que dedicarse a cortar caña de azúcar. Y, al otro lado del charco, Manuel, que conocía bien Cuba, tenía que morderse la lengua ante su propia mujer para no decir que a él lo de los barbudos le parecía muy justo, que Cuba era de los cubanos como Asturias lo era de quien trabajaba la tierra asturiana y como él… bueno, él fue uno de esos hombres que nunca tuvo una patria limitada por frontera ni bandera alguna,
Los emigrantres de ultramar, en mi familia, dieron nombre en aquella época a dos niños que no acabaron demasiado bien. Era como si la nostalgia se les hubiera metido a aquellos bebés por el nombre que les impusieron y no hubieran podido soportarla. José María, del que ya hablé, se lo dio a un tío abuelito que murió de espina bífida. Juan Bautista, se lo dio a otro tío abuelo que nunca conocí y del que quienes lo conocieron sólo recuerdan que “lloraba, lloraba todo el día”. A Juan Bautista Martínez Pastor, hijo de la Mora, le tocó ir de cigarrero a Tampa, en Florida, a malvivir durante años a una pensión repleta de emigrantes y a morir en el más absoluto olvido. En Villavaler, su pueblo natal, ya nadie recuerda de qué color tuvo los ojos, ni cómo era su voz, ni a qué jugaba cuando era un crío. Habrá muerto hace veinte años, hace treinta, qué se yo. Puede que dejase hijos que no sabrían situar ya Asturias en un mapa. Imagináoslo. Imagináos la vida que habéis conocido hasta este momento. Recordad a la gente que habéis amado, el idioma en el que os habéis reído, las historias que os han hecho estremecer, el lugar donde recibisteis el primer beso, la última vez que le disteis la mano a vuestra abuela, el sitio y el momento en el que fuisteis más felices de todos los que habéis vivido e imagináos, ahora, que todos esos recuerdos van a desaparecer de aquí a cincuenta años. Que la sangre de vuestra sangre, el hijo que aún no tenéis o que quizás estéis meciendo ahora mismo, va a desconocer por completo vuestro idioma, vuestra familia, vuestra historia. Va a desconoceros por completo: para él, la persona que sóis ahora será siempre una extraña. ¿Puede haber algo más horrible que eso?
Ése, sin lugar a dudas, es el drama del emigrante moderno, del que no volverá a su país: la muerte en vida que supone el olvido de sus recuerdos, de sus raíces y de su historia. Puede, sin embargo, que siempre haya lugar a la esperanza.
El llanto que derramamos cuando muere un ser querido. El llanto de la madre del emigrante al verle partir. Manuel llorando de miedo al escuchar las noticias sobre la enemistad estadounidense-cubana que ponía en jaque la seguridad de una de sus patrias, pero también llorando de alegría ante un gol de Pelé. El llanto de Franzl escuchando que Moravia había sido malvendida a los nazis, pero también el que derramaba escuchando a Tonie cocinar cantando Dolina, Dolina. El llanto de quien se va, el llanto del que se queda, del que vuelve y del que sabe que jamás regresará.