Curiosidad: el autor se internó voluntariamente en un centro psiquiátrico durante dieciocho días para preparar la obra.
Fragmentos del primer capítulo de la novela:
—Dígame, señora: ¿sabe usted qué casa es ésta?
—Sí, señor. Un manicomio —respondió ella dulcemente.
—Ya no los llamamos así —corrigió el doctor con más aplomo—, sino sanatorio psiquiátrico. Sanatorio —insistió, separando las sílabas—. Es decir, un lugar para sanar. ¿Puedo hacerle unas preguntas, señora?
—Para eso está usted ahí, doctor.
—¿Querrá usted responderme a ellas?
—Para eso estoy aquí.
El doctor trazó, como al desgaire, unas palabras en un bloque: "aplomo", "seguridad en sí misma", "un dejó de insolencia...". Intentó conturbarla.
—No ha contestado directamente a mi pregunta. ¿Qué es lo que le…
—Que si querré responder a su interrogatorio. Y mi respuesta es afirmativa. Soy muy dócil, doctor. Haré siempre lo que se me ordene y no daré a nadie quebraderos de cabeza.
—Es un magnífico propósito —dijo sonriendo el médico.
*** —Y usted, señora, ¿qué estudios tiene?
—Soy licenciada en Ciencias Químicas.
—¿Se dedica usted a la investigación?
—Usted lo ha dicho, doctor. Pero no a la investigación científica, sino a otra muy distinta: soy detective diplomado.
—¡Ah! —exclamó con simulada sorpresa el médico—. ¡Qué profesión más fascinante!
Pero lo que verdaderamente pensaba es que no había tardado mucho la señora de Almenara en declarar uno de sus delirios: creerse lo que no era. Pretendió ahondar algo en este tema.
—Realmente fascinante... —insistió el doctor.
—En efecto: lo es —confirmó Alice Gould con energía y complacencia.
—Dígame algo de su profesión.
—¡Ah, doctor! Su pregunta es tan amplia como si yo le pidiera que me hablara usted de la Medicina...
—Reláteme alguna experiencia suya en el campo de la investigación privada. Seguramente serán muchas y del máximo interés.
—Cierto, doctor. Son muchas e interesantísimas. Pero todas están incursas en el secreto profesional.
*** —¿Conoce su marido el despacho donde usted trabaja?
—No.
—¡Es asombroso!
Alice Gould le miró dulcemente a los ojos.
—¿Puedo hacerle una pregunta, doctor?
—¡Hágala!
—¿Conoce su señora este despacho?
El médico se esforzó en no perder su compostura.
—Ciertamente, no.
—¡Es asombroso! —concluyó Alice Gould, sin extremar demasiado su acento triunfal.
—Este lugar —comentó el doctor Ruipérez— ha de estar obligadamente rodeado de discreción. El respeto que debemos a los pacientes...
La detective no le dejó concluir.
—No se esfuerce, doctor. También yo he de estar rodeada de discreción por el respeto que debo a mis clientes. Nuestras actividades se parecen en esto y en estar amparadas las dos por el secreto profesional.
—Bien, señora. Quedamos en qué su marido no conoce su despacho. Pero ¿sabe, al menos, a qué se dedica usted?
—No. No lo sabe.
—¿Usted se lo ha ocultado?
—De ningún modo. El no lo sabe porque se empeña en no saberlo. Por ésta y otras razones, creo sinceramente que es un débil mental.
—Muy interesante, muy interesante...
*** —¿Conoce usted, señora, con exactitud las razones por las que se encuentra aquí?
—Sí, doctor. Estoy legalmente secuestrada.
—¿Por quién?
—Por mi marido.
—¿Es cierto que intentó usted por tres veces envenenar a su esposo?
—Es falso.
—¿No reconoció usted ante el juez haberlo intentado?
—Le informaron a usted muy mal, doctor. No estoy aquí por sentencia judicial. Fui acusada de esa necedad no ante un tribunal sino ante un médico incompetente. Jamás acepté ante el doctor Donadío haber hecho lo que no hice. Del mismo modo que nunca confesaré estar enferma, sino "legalmente secuestrada".
—¿Fue usted misma quien preparó los venenos?
—Es usted tenaz, doctor. De haberlo querido hacer, tampoco hubiera podido. Pues lo ignoro todo acerca de los venenos.
—¡Realmente extraño en una licenciada en Químicas!
—Doctor, no sería imposible que durante mi estancia aquí tuvieran que operarme de los ovarios. ¿Sería usted mismo quien me interviniese?
—Imposible, señora. Yo no entiendo de eso.
—¿No entiende usted? ¡Realmente extraño en un doctor en Medicina!
—Mi especialización médica es otra, señora mía.
—Señor mío: mi especialización química es otra también.
Rió la nueva reclusa, sin extremarse, y el doctor se vio forzado a imitarla, pues lo cierto es que lo había dejado sin habla. De tonta no tenía nada. Podría ser loca; pero estúpida, no.
—En el informe que he leído acerca de su personalidad —comentó Teodoro Ruipérez— se dice que es usted muy inteligente.
Alice sonrió con sarcasmo, no exento de vanidad.
—Le aseguro, doctor, que es un defecto involuntario.
*** —Afirma usted, señora, carecer de motivos para haber intentado envenenar a su marido.
—En efecto. Nadie tiene motivos para destruir un espléndido objeto ornamental. Mi decepción, respecto a la vacuidad de su carácter, no puede obcecarme hasta el punto de negar que su exterior es asombrosamente perfecto. Créame que me siento orgullosa cuando leo en los ojos de otras mujeres un punto de admiración hacia su espléndida belleza. ¡Cierto que experimento la misma vanidad cuando alguien en el hipódromo elogia la armonía de líneas del caballo preferido de mis cuadras! ¡Y no se me ocurre por ello matar a mi caballo!
*** —Hay algo, señora de Almenara, que quisiera advertirle. Apenas cruce esa puerta entrará usted en un mundo que no va a serle grato.
—Si hubiera podido escoger —dijo ella sonriendo— habría reservado plaza en el hotel Don Pepe, de Marbella, y no aquí.
Sin hacer caso de su sarcasmo, Ruipérez prosiguió:
—No toleramos que unos pacientes hieran, humillen o molesten voluntariamente a los demás. Si un enfermo, por ejemplo, sufre alucinaciones y cree ver al demonio, no toleramos que otro u otros, por mofarse de él, le asusten con muñecos o dibujos alusivos al diablo. Los castigos que imponemos a quienes hacen eso son muy duros.
—Hacen ustedes muy bien.
*** T ***
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