Si entendemos por globalización el proceso por el cual los mercados se liberalizan, se integran y se hacen más internacionales, es evidente que estamos ante un proceso imparable. Un proceso derivado de la reducción de los costes de los transportes y de las comunicaciones y de la supresión progresiva de las barreras al comercio que es fruto de la voluntad política de apertura a la competencia y los mercados internacionales, porque la Historia y la evidencia empírica muestran que las economías abiertas crecen más rápidamente que las cerradas y disfrutan de un mayor nivel de riqueza y prosperidad.
Sin duda alguna, la globalización y sus efectos constituyen un objeto permanente de análisis y debate basado en sus efectos en términos de desigualdad y pobreza, que se han acrecentado por la crisis financiera global y por las injustas e inadecuadas políticas aplicadas, que han cargado sobre los más débiles la factura de una crisis que no han provocado. El resultado es un movimiento creciente en contra de la liberalización del comercio internacional, de la inmigración y a favor del proteccionismo con el surgimiento, primero, de protestas sociales y, después, de organizaciones sociales de tipo populista que están ganando el apoyo de los votantes. En España se trata de populismos de raíz democrática, pero en otros países de la UE, como en Gran Bretaña, Francia, Holanda, Alemania, Austria o Polonia, son claramente fascistas, xenófobos, antidemocráticos y antieuropeos.
Es cierto que asistimos a una desigualdad creciente entre países e internamente entre los mismos, a pesar del aumento del nivel de desarrollo a nivel global. Y también lo es que las sociedades más desiguales no funcionan de forma eficiente, que sus economías no son sostenibles a largo plazo y que, tarde o temprano, desembocan en una fractura social. El buen funcionamiento de la economía y las exigencias de una sociedad decente requieren de cohesión social y de igualdad de oportunidades. Sin ellas no es posible construir un proyecto de futuro compartido, porque crecen la inseguridad, la incertidumbre, el miedo y se generaliza la desconfianza en la política y en las instituciones, algo que no solo está ocurriendo en nuestro país, sino también en diferentes países de nuestro entorno.
Son necesarias una gobernanza y regulación económica global que permitan repartir mejor las enormes ganancias de la apertura económica entre todos, reduciendo la brecha de renta y de oportunidades entre los ganadores y perdedores. La globalización exige redefinir un marco económico incluyente con instituciones supranacionales que desarrollen una regulación más exigente de los mercados financieros y que luchen contra los monopolios, los cárteles y los privilegios concesionales y corporativos, que, no nos olvidemos, existen porque el sistema lo permite y favorece.
Pero todo ello no es ni será suficiente.
No se puede imputar a la globalización lo que es responsabilidad de las políticas nacionales. Los países nórdicos, plenamente abiertos a la internacionalización, son los más igualitarios, mientras que España, igualmente abierta, es el país de la UE donde más ha crecido la desigualdad. Los Gobiernos nacionales tienen que comprometerse en combatir la desigualdad por razones de justicia social y de eficiencia económica.
La cumbre del G20 celebrada en China es un paso en favor de un comercio inclusivo que actúe de acuerdo a las reglas de la OMC. Por primera vez, los líderes de las principales potencias se han preocupado por el mal reparto de los beneficios de la globalización, aunque no creo que haya sido por razones ideológicas, sino por la necesidad de dar respuesta al creciente auge del populismo, de los nacionalismos y de quienes defienden el proteccionismo. Hace falta ver qué acciones concretas se implementan. Es urgente conseguir una armonización fiscal a nivel internacional que evite la elusión del pago de impuestos de las grandes corporaciones, que exija que se paguen impuestos donde se generan los beneficios y que luche eficazmente contra los paraísos fiscales.
Desde la perspectiva socialdemócrata que defiendo, quiero señalar que concebimos la política comercial de la UE como un instrumento para establecer una adecuada regulación del comercio, para que sea justo y proteja los estándares europeos sociales, laborales y medioambientales, defendiéndolos del dumping de terceros países. Y también como un instrumento para promover los derechos humanos y estimular el crecimiento sostenible y la creación de empleos de calidad, potenciando al mismo tiempo el desarrollo de nuestra industria y servicios.
La Unión Europea es la mayor economía y la primera potencia comercial del mundo, la principal fuente y la principal beneficiaria de inversión extranjera. Con apenas el 7% de la población del planeta, genera más de la cuarta parte de la riqueza mundial en términos de producto interior bruto.
Sin embargo, actualmente, la UE es la zona económica del mundo donde el impacto de la crisis ha sido mayor, con más destrucción de empleo y con mayor aumento de riesgo de pobreza y desigualdad.
La mal llamada política de austeridad —cuando en realidad se trata de recortes brutales al estado del bienestar— aplicada ha acentuado la recesión y la desigualdad y no ha conseguido ni su principal objetivo de rebajar la deuda pública, que ha pasado del 62% en 2008 al 91% del PIB en 2015.
Para crecer y salir de la crisis hay que aplicar políticas que impulsen el crecimiento y combatan la desigualdad. Hay que desarrollar una economía competitiva, eficiente, basada en la igualdad de oportunidades, sostenible y generadora de nuevos empleos de calidad.
Favorecer el comercio y la inversión es un instrumento de política económica fundamental para estimular el crecimiento sin necesidad de incurrir en mayor gasto público, lo cual, en el contexto de restricciones presupuestarias en que nos encontramos, no es baladí. Requiere desarrollar una adecuada política de acuerdos comerciales que contribuya a un comercio justo, inclusivo, a abrir más mercados, especialmente en aquellos países que crecen más y de manera más sostenida.
Los tratados de libre comercio que firma la UE persiguen fomentar los valores europeos en el resto del mundo incluyendo cláusulas de respeto de las garantías democráticas, de defensa del Estado de derecho y de los derechos humanos y de garantía de nuestros estándares sociales, laborales, medioambientales y de salud.
Pero no es suficiente firmar buenos acuerdos. Hay que ser mucho más exigentes en su cumplimiento y en el seguimiento y evaluación de resultados con la participación de la sociedad civil.
Mirando al futuro desde una perspectiva global, hay que tener muy en cuenta que, según el FMI, este año el 90% del crecimiento mundial se generará fuera de Europa y un tercio solo en China. En 2030 se estima que los países en desarrollo y emergentes podrían representar casi un 60% del PIB mundial.
La UE debe saber aprovechar las oportunidades que ofrecen los países del sudeste asiático, teniendo en cuenta que China tiene una posición dominante. Estados Unidos ya se ha posicionado con la conclusión de la negociación del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por sus siglas en inglés), negociado con doce países, siete de los cuales son del sudeste asiático, que, si finalmente se aprueba, reforzará el liderazgo de los Estados Unidos en Asia.
La UE no puede quedarse atrás y, por ello, está desarrollando una intensa agenda de acuerdos comerciales. Existe un acuerdo, ya en vigor, con Corea del Sur, han finalizado las negociaciones con Singapur y Vietnam y se están negociando acuerdos bilaterales con otros países de gran potencial económico, como Japón, con negociaciones muy avanzadas, y con Indonesia, Australia y Nueva Zelanda, en sus fases preliminares.
La industria del automóvil, la ferroviaria, la de obra civil, el textil, la cerámica, el calzado y la agroalimentaria son solo algunos ejemplos de sectores nacionales que podrían verse muy beneficiados por unos buenos acuerdos con estos países.
China es el segundo mayor socio comercial de la UE. Ofrece grandes oportunidades gracias al desarrollo de nuevos colectivos de consumidores con alto poder adquisitivo y a las oportunidades de inversión que ofrece, pero también plantea importantes retos por la mayor competencia que implica en términos de precio, acceso a la energía y a las materias primas.
Pero no podemos negar que algunas políticas industriales y macroeconómicas practicadas por China obedecen a un enfoque basado en el capitalismo de Estado, en el incumplimiento de las normas de la OMC y en normas laborales y medioambientales que crean ventajas comparativas desleales e injustas que no podemos compartir. En este sentido, resulta llamativo que los movimientos antiglobalización no estén preocupados por ello.
Es preciso cooperar y colaborar con China para que acometa las reformas necesarias para competir de acuerdo a las reglas de la OMC y los estándares que defiende la UE. El papel de China en el acuerdo COP21 constituye un paso importante.
Pero este enorme reto de las relaciones comerciales entre la UE y el sudeste asiático no debe ensombrecer las alianzas estratégicas con Latinoamérica, que son de vital importancia para la economía de España. Cabe destacar los acuerdos comerciales suscritos con América central, Perú, Colombia y Ecuador, así como el inicio del proceso de renovación y modernización de los acuerdos con Chile y México y el lanzamiento de las negociaciones con los países de Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay), cuyos aranceles y barreras técnicas y administrativas son muy elevados.
Finalmente, pero no menos importante, quiero referirme a la negociación del acuerdo con los Estados Unidos, el famoso Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones o TTIP, un enorme desafío que debería convertirse en una oportunidad si las diferencias existentes en la negociación se soslayan y si el calendario electoral en Estados Unidos, Francia y Alemania no lo impiden.
El TTIP es un proyecto de enorme trascendencia económica, porque daría lugar a la mayor área de libre comercio del mundo, y geopolítica, porque fortalecería el liderazgo internacional de ambos socios en el nuevo escenario mundial, cada vez más desplazado hacia China y el Pacífico, situando a España en una posición geográfica central. Pero, sobre todo, es un instrumento para regular mejor la globalización y el comercio internacional.
Los socialdemócratas defendemos un acuerdo con Estados Unidos que sirva para promover los principios y valores que compartimos, para facilitar a nuestras pymes el acceso al mercado estadounidense y para mantener o elevar los estándares de protección medioambiental, social y laboral que disfrutamos y que puedan servir de referencia en el comercio mundial. No apoyaremos cualquier acuerdo. Pero defendemos su negociación, porque, haya o no TTIP, la UE y los Estados Unidos seguirán comerciando —actualmente, los intercambios comerciales entre ambas potencias superan el billón de euros— y siempre será mejor hacerlo bajo las mejores condiciones que se persiguen.
En definitiva, es necesario desarrollar una nueva era de progreso económico y social inclusivo, con instituciones supranacionales que no solo se preocupen de la estabilidad macroeconómica, sino también de crear las condiciones para asegurar una vida digna a todos los habitantes del planeta con acceso a los servicios fundamentales. La coordinación y cooperación internacional, la gobernanza supranacional y nacional son imprescindibles para recuperar la credibilidad y confianza de los ciudadanos. Oponerse a la globalización sin ofrecer alternativas no es la solución.
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