Es muy peculiar, el género de crítica cinematográfica, pues se escribe en un idioma que recuerda vagamente al español, pero con vocablos jeroglíficos. De una película tildada "de género", emana un tufillo deleznable, como si dijeran (al bies) que es mecánica, reiterativa, convencional o insignificante. Pero si hay que redimir al director, por cierta afinidad vergonzante, se le endosa la locución "tour de force" y parece insinuarse que ha despedazado las reglas mostrencas del género y todo resulta nuevo, fresco y memorable. Un visionario inflado de setas alucinógenas.
Nunca dirá, el crítico, que la película es entretenida, sugerente, emocionante, conmovedora, bella..., ni siquiera amena o recomendable. Dirá, como preparando el terreno (sin comprometerse de momento a nada), que es un "ejercicio de estilo". ¡Pero todavía necesita un adjetivo, la cruel sentencia! Si comparece el adjetivo "brillante", ¡albricias, le ha gustado!, y cree que está compensado el atraco de la entrada. Pero si le endilga un siniestro "pretencioso", estamos jodidos, sobre todo el productor. Pues, ¿qué significa? Que la película es lo que sigue y más: inane, bufa, incongruente, ridícula. Un fiasco y un patinazo y una estafa incomestible.
Salgo de ver "Marte", de mi admirado Ridley Scott. Un artista que -como todos los grandes- ha firmado clásicos insuperables y ha perpetrado bodrios lamentables. La película es un canto (no demasiado breve, por cierto) a la inteligencia humana, esa misteriosa facultad que se cisca en las leyes y machaca montañas. Una sinfonía en honor de la inteligencia y el genio personal, pero sobre todo de la inteligencia cooperativa, el milagroso espíritu incorpóreo que multiplica los panes y los peces. Demasiado larga para ser perfecta, creo; sin embargo, podrían fragmentarla y usar algunos pasajes en las escuelas, para enseñar física, química o lo que sea. (Más que prolongar la "enseñanza" hasta que el muchachote tenga pelambre en las orejas, interesaría hacerla menos peñazo, pero aquí lo dejo.)
Salgo de admirar "Marte" y el cine es una cochambre. Según parece, dejaron acceder a una piara de cerdos, no sé si ibéricos o serranos; irían a la sazón disfrazados con atavíos humanoides, pero en la oscuridad recuperaron su condición porcina y, fieles a su guarro instinto, lo han dejado todo perdido de palomitas gorrinas, pegotones de chocolate y otros efluvios churretosos.
En mi lejana infancia, esa manada infecta hubiera sido inconcebible. Te franqueaba la entrada un señor de punta en blanco, con sus charreteras doradas, y el cine olía a perfume, ¡a perfume de cine! Y unas nobilísimas cortinas daban paso a la luz del mundo, y antes de la película te invitaban a salir al ambigú, ¡qué civilizada palabra! En sábados afortunados, te dabas el gustazo de una Mirinda (ya no existe) o un Toblerone (creo que existe). Tenían ambigú el Roxy, el Coliseum, el Kostka, el Cervantes, el Capitol. Y volvías a la sala con reverencia, con modales, porque el aire era solemne; incluso Maciste, el invencible, era solemne, tanto como la autoridad del acomodador encargado de identificar y expulsar al chon.
Al chon ya no lo expulsa nadie. Arropado por su ejército de irrefrenable mediocridad, el chon es la medida de todas las cosas, es el nuevo dios, un dios laico y deudor de sí mismo. Y exige, el chon, que le expidan un título y le otorguen peso a su docta opinión. Pues no. Hay que escapar del chon, como hay que fugarse de este planeta, que se hará irrespirable, y de eso trata "Marte", de cómo huir hacia las estrellas. De horadar con talento matemático, arrojo filosófico y fuerza moral la negra hondura del Universo.
Huiremos, sí, de este planeta. Mejor dicho, huirán los más capaces, los más depurados legatarios del espíritu humano, los que sepan dar esquinazo al inexorable reventón del Sol o al luctuoso triunfo del chon y su espantosa vulgaridad. Otra de mis películas favoritas, "Gattaca", reflexiona acerca de lo mismo: cómo romper los límites que parecían razonables -incluso semejaban barrotes de cárcel- y dar el pepinazo en forma de viaje interestelar. ¿Hacia dónde? Quién sabe y qué importa. Lejos. Lejos de este azul que dejará de serlo, quizá prematuramente, por culpa de subinteligencias cochinas y gregarias.
No soy de los elegidos. Mi ciencia es rudimentaria, pueril; apenas entreveo las entrañas de una integral, los caprichosos guiños del neutrino o cómo rayos refulgen los rayos. Lo mío es un oficio a ras de suelo y, como no me esperan las galaxias, me entretengo viendo otra película. Otro sábado mágico en un vuelo transoceánico, con un excelente melodrama así traducido: "Lejos del mundanal ruido" (Thomas Vinterberg dirige, una encantadora Carey Mulligan encarna a la deliciosa Bathsheba, cuyo nombre carece de explicación.) La historia y la música, soberbias; no hay praderas más inglesas, ni actores con una dicción más inglesa, ni mayor homenaje a la lealtad, la valentía, el amor y la dignidad. Hasta los vicios adquieren altura, porque enseñan algo que pudo ser distinto, en circunstancias menos dañinas.
Durante dos horas, no percibo turbulencias y parece que no quedan chones sobre la faz de la tierra, y la Tierra justifica la nostalgia que embargará a los elegidos. ¡Ah, talentosos jóvenes que aprenderéis a vadear los ladridos de Júpiter! Si podéis llevaros un vestigio de mí, que sea el ambientador de los cines de antaño. Olía a futuro limpio de canallas.