Ya hace varias lunas que el viajero medieval dejó atrás su viejo mundo de orientes y mediterráneos. La rotación lo trajo a un paisito con “nombre de ambulancia” que mirado con los ojos de dios parece de lo más improbable. Está en medio de un fino hilo de tierra que se empeña a la vez en unir dos inmensos continentes que quieren estar separados y en separar dos inacabables océanos que quieren estar juntos. Nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo más aguantará tan tenso status quo. La pasarela tiembla y se mueve constantemente, así que, lo queramos o no, sus pasajeros estamos también en continuo movimiento.
En tanto pueblo inevitablemente nómada no podemos tener historia. No es que no tengamos memoria, es que nuestra memoria pertenece a lugares distintos del que estamos. Los peor parados por supuesto somos los profesionales que a cada rato hacemos el ridículo y, claro, nadie nos hace caso. Lo cierto es que contamos con archivos y ruinas pero, sinceramente, no parecen guardar mucha relación con lo que está vivo y parado. Todos los que dejaron alguna huella (nahuas, mayas, europeos, gringos) ni eran de aquí, ni aquí se quedaron. Por eso entre nosotros los restos arqueológicos no sirven ni para decorar chineros y los legajos son periódicamente incinerados o escondidos donde nadie los pueda ver. ¿Veá?
Los salvadoreños somos nómadas (o sea no somos o lo somos un ratito nomás). Por eso nuestro “hoy” dura lo que el “ahora” de los demás. Aquí nos inventamos padres y abuelos con apellidos raros y pasaportes falsos. Alguno hay que en la lotería del pigmento le ha tocado más de chele que de indio o de negro o de chino o de moro o de gitano. Pero nuestros estómagos están todos llenos de ese chocolate de bacterias procedentes de las cuatro partes del mundo. Aquí de verdad solo tenemos madres; madres sin nombre que a veces ni nos han parido siquiera pero a las que estamos unidos por cordones umbilicales finos y sinuosos, elásticos y resistentes, como la tierra que habitamos; una tierra esponjosa y fresca, dulce como ninguna otra, abundante y coqueta, sufrida y sabrosa.
Lo que nos gusta a los salvadoreños de verdad es irnos. Nadie nos parece más estúpido que el que se queda. Y si parece contradictorio que estemos tantos en este país que ya casi no cabemos es porque todavía hay una cosa que nos gusta más que irnos: que nos echen. Somos polizones, usurpadores, ladrones, depredadores de una tierra que siempre están a punto de quitarnos de las manos. Apremiados por tales circunstancias todo nuestro genio se concentra en la improvisación y por eso entre nosotros no hay mayor falta de consideración que la exactitud. Con su precisión demuestra el puntual un dominio sobre las circunstancias que no corresponde al salvadoreño real. Nuestro elevado sentido del decoro se muestra en todo su esplendor cuando al citarnos convocamos también a las circunstancias, reservando para ellas el lugar de honor.
- ¿Quedamos a las tres?
- Primero Dios
Los que se quedan, en cambio, se quedan atados a las cosas. Hay algo que valoran sobremanera y que llaman propiedad. La propiedad debe ser invariable e indiferente a la muerte; como si pudiera ser independiente de la vida. Garantizan esa mentira mediante papeles que cuando contienen suficientes letras se convierten en historia. Con esa cosa estúpida que han inventado y que llaman escritura se han convertido en rastreadores de sucesos singulares: “los que ocurrieron por primera vez o no debieron ocurrir nunca”[1]. A nosotros en cambio nos interesa lo constante; somos ágrafos. Preferimos estar atentos a las poquitas cosas de la vida que se repiten, que nos proporcionan certezas y que nos las proporcionan a todos. Como digo son pocas, pero con el trajín que llevamos, agradecemos toda indicación que nos sirva para de vez en cuando dar reposo al cuerpo. Nosotros los salvadoreños podríamos dar lecciones de cambio y mudanza. Nuestros pies no hacen otra cosa que seguir ese ritmo y de ahí que seamos tan finos a la hora de detectar repeticiones y recurrencias. Enseñamos a los mayas a hacer calendarios con tanta precisión que asusta. Los blancos en cambio siempre han sido más arrogantes y desde que llegaron se han negado a reconocer cualquiera de nuestros talentos en público. Pero bien que buscan a hurtadillas a nuestros chamanes y nuestros brujos para que les hagan predicciones y adivinanzas. En esas lides somos casi infalibles.
Eso también se debe a que cuando morimos no morimos del todo. Siempre nos quedamos por aquí, pues nómadas hemos sido y nómadas seguiremos siendo. Nos prometieron alguna vez un lugar estable en el paraíso o en el infierno. Pero los que por allí anduvieron prefirieron andar jodiendo de un lado para otro y advirtieron que, así combinados – hoy en el paraíso, hoy en el infierno – eran igualito igualito que El Salvador. Decidieron pues regresarse para acá y quitarse de molestas colas, insolentes preguntas y los desagradables cacheos de los sampedros de tan intransigentes aduanas. Nos gustan más nuestros cementerios, a la par de los mercados, y que de vez en cuando los parientes nos traigan chanchonas y pollo campero a la tumba. Algunos muertitos han llegado incluso a ser célebres y tienen retratos suyos por todas partes. Reciben oraciones y los llaman por su nombre. Son queridos y respetados y perfumados cada día con inciensos y aguas de rosas y alumbrados con candelas y pureados con buen tabaco de Honduras.
La verdad es que somos muchos los vivos y muchos más aun los muertos. Somos tantos que nos faltan palabras y las que les robamos a los nahuas, los castellanos y los gringos se nos quedan cortas. Ni nos sirven para designar las cosas ni para distinguir a los vivos de los muertos. Será por eso que no podemos permitirnos muchas exigencias con la exactitud y a lo más que aspiramos es a la cabalidad.
La verdad es que últimamente andamos algo fregados por culpa de unos pendejos que se hacen llamar modernos y que están fascinados por otros majes que se hacen llamar filósofos y profetas. Yo no sé que pudo pasar pero todo ocurrió hace un vergo de años (perdonen la desfachatez pero es que éstos son malísimos haciendo calendarios) cerca de ese marcito llamado Mediterráneo. Fue por allí que inventaron también esa mierda de la escritura y la historia y desde entonces están convencidos que el tiempo no se repite y la materia sí. Justo lo contrario que nosotros. Pero ya se sabe que en esto de los gustos no hay manera de ponerse de acuerdo. Nosotros nos las apañamos como podemos. Seguimos de un lado para otro y todo nos parece bien. Agradecemos lo que nos vamos encontrando en el camino y cuando morimos no morimos del todo. No nos escondemos de nadie pero es cierto que no nos gusta hablar demasiado de nuestras cosas. Nos vestimos con la ropa que botan los gringos a la basura y fingimos tomarnos en serio sus babosadas (la productividad, la democracia, el progreso, la salvación). Dicen por eso que hemos desaparecido, que ya no existimos. Mejor así. Mejor que quien no quiera vernos no nos vea y quien sí quiera que tenga que dejarlo todo para seguirnos. Ja ja ja.
"Patronos populares salvadoreños" Conferencia en la Academia Salvadoreña de la Historia (16 de junio de 2012) dentro del ciclo "Identidades compartidas". Duración 121 minutos. También disponible en livestream.
[1] Yuri Lotman. La Semiosfera, Madrid, 1996, p. 83. Gracias Roserji.