No logro distinguir los días en Río de Janeiro. Me da la impresión que los lunes son iguales a los domingos, a un miércoles o un martes por la tarde. Es fácil perder la cuenta de cómo transcurre el tiempo en una ciudad que parece no dormir nunca; cuyo requisito fundamental es pasar el día en la playa, caminar sin prisa por sus calles, tomar agua de coco, una cerveza fría más allá y una caipirinha cuando comienza a caer la tarde. Su música parece salir debajo de las aceras; está en los pasos de quienes van caminando sus calles, en el color de la ropa, en los juegos incansables de futebol en cualquiera de sus playas. Río de Janeiro habla todo el día. Mejor, parece que canta. Es el sonido de sus olas, de sus carros apresurados en la avenida, el de los pies descalzos sobre la arena o el de las ruedas de las bicicletas y las patinetas sobre un asfalto siempre caliente. La samba redunda en una ciudad que nunca está en silencio y, sin embargo, apenas suena la cuica, la pandereta y esos tambores tan característicos, no puedes pedir más. La alegría confluye en Río como seguramente no ocurre en ningún otro lugar de Brasil. Le dicen la ciudad maravillosa y es que no tiene otro calificativo.
Estoy al final de Copacabana. Justo ahí donde los edificios no dejan ver al Pão de Açúcar, uno de sus monumentos más absolutos. Me quito los zapatos. En ese instante solo se escucha el murmullo leve del agua que sale de una manguera y que va creando un camino sobre la arena en donde posar los pies, porque el sol es inclemente y quema. Llego hasta la mitad. Las olas atrás, la brisa golpeando con fuerza, dos niños corriendo y al frente, una pelota va de un lado a otro de la malla, entre el jadeo y júbilo de sus jugadores, bronceados hasta más no poder. A un lado, un señor lleva sobre sus hombros varias sillas, respira fuerte y sigue. Los niños se ríen, los otros anotan un punto en el juego, aplauden, abren una cerveza. Son las tres y media de la tarde.
Camino descalza por la acera y miro a todos lados. En Río hay que tener cuidado al cruzar las calles; hay que fijarse bien si viene un carro, alguien trotando, otro en bicicleta, otro en patineta o todos al mismo tiempo, de ambos lados. Cuando consigues un espacio, cruzas. A la mitad de la avenida, un señor sacude las bolsas para luego llenarlas bien de Pipoca (cotufas, palomitas de maíz); golpea el envase de la sal en el carrito como en un acto autómata. Es su rutina frente al mar. A dos pasos, se escucha el aceite hirviendo para preparar las Tapiocas dulces o saladas. Siempre hay fila y no hay prisa en que las preparen rápido. Se lleva su tiempo y todos esperan. Del otro lado de la acera, arriman una silla, preparan un coco, improvisan una canción, alguien baila solo.
Me detengo a comprar una mazorca. Digo que sí cuando me preguntan si la quiero con sal y mantequilla. Sigo descalza, caminando sobre el diseño que Oscar Niemeyer hizo de las aceras de Copacabana. Escucho como un pintor rasga un lienzo con sus dedos y crea maravillas de la ciudad en sepia. No me deja tomar fotos, pero me sonríe y luego silba Capullito de Alelí, mientras pinta. “Oi, tudo bem?” es lo que se escucha cuando llegas a cualquier kiosco y se mezcla con el sonido de las olas que, a cierta hora, comienzan a ponerse furiosas y más frías. Las pelotas tienen un ritmo absoluto cuando golpean las raquetas de tenis y me detengo. Brisa, juegos, una música lejana, una bocina insistente, dos puntos anotados en el juego, una samba improvisada, una cerveza más que alguien pide, otro coco, los toldos batiéndose por el viento, varias risas. La arena en los pies.
Bajo las palmeras de Copacabana alguien suspira después de un masaje relajante, que te dan allí mismo. Se escucha el click de las cámaras fotografiando los castillos y las figuras de arena y luego el envase con algunas monedas que sus creadores sacuden con insistencia para recordarle al viajero que eso es arte, y que está bien colaborar. El piso se vuelve frío y es preciso ponerme los zapatos. Son las seis y cuarenta y siente de la tarde y comienza a llegar más gente a Copacabana. Volteas y la ves: una curva perfecta llena de edificios a la orilla del mar, una playa amplia, bondadosa y brava. Al fondo el Pão de Açúcar, sonriendo. “¿Nos puedes tomar una foto?” me pregunta en perfecto acento argentino un grupo de seis amigos. “Click”, otro sonido persistente y todos sonreímos.
A Copacabana hay que caminarla y escucharla con el cuerpo entero.