La conquista de Jerusalén, en 1099 y la creación del reino correspondiente, fue una noticia esperanzadora para los cristianos, una señal de que Dios estaba con ellos y contra el infiel. Por tenían posesión de la ciudad que había visto caminar a Cristo por sus calles. Pero hacía falta defender el nuevo reino de los intentos musulmanes de reconquista, por lo que el rey Balduino aprobó la petición de algunos caballeros de asentarse en un recinto junto al antiguo Templo de Salomón. De ahí surgió la Orden de los Templarios, que pronto se convertiría en una especie de multinacional que se asentó en prácticamente todos los países cristianos, con apoyo del papa. El pontífice le concedió privilegios al estilo de otras órdenes similares, como la del Hospital, que sería el gran rival de los templarios a la hora de de conquistar prestigio en defensa de la cristiandad y a la postre terminó quedándose con muchos de sus bienes, después de que la Orden del Temple cayera en desgracia a principios del siglo XIV.
Quien ingresaba en los templarios asumía la estricta disciplina de la Orden, que incluía la obediencia absoluta a los superiores y un estilo de vida muy austero, consecuente con una determinada visión de la religión cristiana. Los miembros de la orden debían comprometerse a llevar una vida de castidad y a renunciar a sus posesiones personales. Se esperaba que los caballeros templarios fueran los más temerarios en las batallas con el infiel, puesto que la muerte en la cruzada se consideraba la más honrosa. De hecho, no solían tomar partido en las guerras intestinas que solían azotar los reinos cristianos: su razón de ser era arrebatar tierras a los musulmanes y defender lo ya conquistado, por lo que la Península Ibérica, en plena Reconquista fue un campo de actuación ideal para el Temple. Nos quedan muchos testimonios de ello, en forma de castillos e iglesias.
En general, el Temple gozaba de muy buena consideración en la sociedad occidental, ya que se suponía que casi todos sus ingresos - las rentas de sus tierras y las donaciones - iban destinados a financiar nuevas campañas en defensa de Tierra Santa. Sí que es cierto que siempre existían rumores acerca de sus riquezas ocultas y su proverbial avaricia, pero en general no se les daba demasiado crédito. A veces la Orden actuaba al modo de un banco donde podían efectuarse depósitos y también se concedían préstamos, aunque evitando la usura. Mucha gente donaba lo que podía a las Órdenes Militares, porque se suponía que eso iba a repercutir positivamente en su alma y en su destino después de la muerte.
El proceso a los Templarios, relatado magistralmente en El fin de los Templarios, de Andreas Beck, fue toda una sorpresa en occidente y fue acogido con escepticismo por muchos monarcas y nobles, que vieron en esta acción una clara intención del rey francés Felipe IV, en dificultades económicas y aconsejado por sus asesores, por reafirmar su autoridad frente al papa y quedarse con las tierras de la Orden. Se acusó a los templarios de toda clase de herejías, de ser sodomitas y de adorar a ídolos. Las escenas que se vivieron en Francia fueron aterradoras, con gran parte de los miembros de la Orden encarcelados en penosas condiciones y torturados para lograr confesiones. Muchos de ellos, que no quisieron someterse, acabaron sus días en la hoguera. En otros lugares, como en Inglaterra, Francia o Aragón, hubo de acatarse la disolución de la Orden, pero el trato a sus miembros fue mucho más suave.
El proceso, revisado por muchos historiadores, no ha conseguido sino mitificar aún más a los templarios, a los que la literatura del siglo XIX llegó a vincular con la búsqueda del Santo Grial, algo totalmente fuera de la realidad. En realidad la Orden estuvo formado por hombres rudos, simples y creyentes, que no destacaban por su cultura y cuyo mayor anhelo era servir a la cristiandad peleando en la defensa de los Santos Lugares, algo que sin duda agradaría a Dios. La verdad resulta incluso más fascinante que los mitos que se han ido acumulando a su alrededor y libros como el de Helen Hicholson ayudan a establecer una crónica rigurosa de lo que significó esta Orden en sus dos siglos de existencia medieval.