No contribuyo a este blog desde hace un tiempo por las fiestas navideñas, por el volumen de trabajo y también, hay que confesarlo, porque últimamente estaba algo desconectada de mi maternidad. En relación a esto último, confieso también, aunque en voz baja y con mal cuerpo, que habría regalado al niño en mi primera semana de días libres navideños. Aclaro que lo de regalarlo era por no descuartizarlo con mis propios dientes y a continuación cortarme las venas con el mismo utensilio.Había oído hablar de los "terrible twos", había visto los anuncios de condones en los que se justifica su uso con un niño que patalea y berrea por un supermercado sin que nadie pueda controlarlo. Sin embargo, tener en el colodrillo la señal de alarma de que quizás puede ser que el chiquillo se vuelva algo levantisco con la tentativa de autoafirmación de esta edad no es lo mismo que sentir que te han cambiado al churumbel por la noche y que no conoces a la criatura que, encarnadita como una flor de Pascua, evita mirarte mientras sostiene un llanto agudo aparentemente inacabable, que me descubre músculos y venas que no sabía que existían en su hasta entonces dulce gargantita infantil.Estas Navidades fueron algo traumáticas para el señor Ogou y para mí misma.Íbamos de rabieta inexplicable tras rabieta inexplicable cada día, sin saber cuándo estallaría la bomba y dónde nos sorprendería. No sabíamos si intentar razonar con él entre sus alaridos, dejarlo solo o intentar consolarlo. A veces funcionaba la táctica del despiste, pero nada era seguro. Llegábamos tarde a todas las citas navideñas, casi por sistema, porque la tormenta arribaba habitualmente cuando intentábamos vestirlo para salir. Además, llegábamos a todas esas citas crispados y temiéndonos un nuevo follón en público.Reconozco que perdimos la paciencia. Los abuelos recomendaron nalgadas. Gente bienintencionada nos dijo que había que controlarlo, como si fuera futurible carne de Sing Sing, que no había que ceder a su chantaje. Su "chantaje" se quedaba en el nudismo y no me pareció algo tan terrible, a pesar del frío del invierno (suave en Canarias, reconozco) y la posibilidad de un catarro eterno. Todos me aconsejaban que me negara a hacer algo que quisiera y le parara el llanto. Me harté de escuchar que era un arbolito que hay que poner recto desde chico y que son todos muy listos y consiguen de ti lo que quieren. Los bebés, esos terribles manipuladores que sólo piensan en jugar contigo y después dominar el mundo. Más gente bienintencionada me recomendó cachetes a tiempo. Mis padres insistieron en que no era normal y se debía a que le permitimos todo. El pecho entró en la conversación. La culpa era nuestra por no saber educarle. En fin, que llegué a decirle al pobre que me estaba planteando anudarme las trompas de falopio yo misma y a decirle al señor Ogou que nos olvidábamos del hermanito y que devolvíamos a Miguel al Materno.Con el tiempo y las charlas con otras madres, he comprendido que la mayoría de los chiquillos pasan por esta fase y que es eso, una fase normal de su desarrollo que, afortunadamente, pasa. Para tener algo a lo que agarrarme, aparte de esa certeza en que todo pasa, me repito los consejos de "disciplina positiva" que leí por ahí y me parecieron más sensatos: alaba el buen comportamiento, ignora las travesuras y las molestias menores, reserva la batalla del gran no para lo importante, recuerda que seguirá haciendo cosas que no te gustan y que él sabe que no te gustan para probar límites, intenta ponerte en su piel, pon límites razonables y reglas mínimas y sé realista, porque muchos comportamientos que puedo considerar traviesos, desobedientes o frustrantes son sólo normales y hay gente que lo ha tenido peor. Y no sólo una semana libre en Navidad, sino meses y años.